Salir de noche
Lo que más me ha interesado de las declaraciones de un pintor que pinta mujeres, John Currin, es la frase: "Las revistas femeninas me dan la impresión de que las mujeres son como pequeños animales en el bosque, viviendo con tremendas dosis de miedo y ansiedad". Tiene toda la razón, y las dosis de miedo y ansiedad pueden ser pequeñas, pero están ahí, y nos convierten en animalitos asustados aun cuando vociferemos a ratos. En realidad, cada vez es más patente que los hombres y las mujeres no vamos a acercarnos tanto como queríamos, y a cada minuto del día una comprueba las diferencias. En uno de mis múltiples viajes quedé con un amigo en San Petersburgo, pero al ir en aviones diferentes, y como él llegaba con retraso, no se me ocurrió otra cosa que esperarlo en el hotel. Ni por un momento se me pasó por la cabeza salir a la calle, aun cuando sea curiosa de natural, en un país como Rusia a las diez de la noche (luego comprobaría que se trataba de un lugar bastante seguro). "¿Por qué no salías a pasear?", preguntó el caballero, al decirle yo que le había esperado más de dos largas horas en la habitación. A él no se le ocurrió que mi reacción fue la más usual, la más habitual y esperable en una fémina, incluso en una fémina emancipada.
Aunque voy muchas veces sola a los sitios; es decir, a los actos sociales, hay cosas a las que aún no me atrevo o que me causarían más desasosiego que placer si las hiciera sola. Otra vez con otro amigo, en Nueva York, habíamos ya tomado billetes para cenar y escuchar a Woody Allen tocando el clarinete en el hotel Carlyle. Pero mi amigo decidió cambiar de planes e ir a ver a su hermano de Nueva Jersey, que ahora, según acababa de descubrir, "tenía grandes problemas, psicológicos y de salud"; casi me recomendó que me saltara la cena, pues por un lado prefería tener intimidad y por otro, si decidía acompañarlo, la perspectiva no parecía ser muy excitante.
Así que no fui a la cena, pero tampoco fui sola a escuchar a Woody Allen, que es lo que me apetecía más, y cancelé las reservas. Entré en el local, y de inmediato pensé que todos hubieran clavado sus miradas en una mujer sola comiendo y bebiendo en una especie de cabaret, pues esto es de lo que se trataba.
Por más que las cosas parezcan haber cambiado, los hombres y las mujeres tenemos una relación completamente distinta con los espacios públicos. El comentario que Jules Michelet escribió en La femme (l858-l860) aún no está completamente revocado: "¡Cuántos problemas para la mujer sola!", escribía el autor francés. "No puede casi nunca salir de noche: la tomarían por una prostituta. (...) Por ejemplo, si se ha retrasado y se encuentra con hambre en el otro extremo de París, no se atreverá a entrar en un restaurante. Constituiría todo un espectáculo: todos los ojos se fijarían en ella y escucharía atrevidas conjeturas y frases no precisamente de cumplido". Y no hace 100 años, sino tan sólo 30, mi
madre me prohibía sentarme sola en un banco de la calle (por eso, una de las cosas que más me gustó del Londres moderno, en la década de 1970, es que estaba lleno de gente que iba sola a todas partes).
Cotidianamente, y en especial si la chica trabaja fuera de casa, ya no digamos si tiene que viajar por su trabajo, el espacio exterior, el espacio público, ofrece innumerables cortapisas a las mujeres. Así que se me ha ocurrido la siguiente proclama: los hombres deben abrirnos las puertas, ser caballerosos y pagarnos la cena, porque ellos tienen infinidad de oportunidades más que nosotras de hacer contactos y negocios. Ellos pueden cruzar el parque sin miedo y pueden salir de noche: nosotras no podemos. Y si lo hacemos, hay aún mucho en nosotras de aquellos pequeños animales en el bosque que huyen y se espantan al toparse con un ser humano.
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