El exhibicionista
Como siempre, fui el último en enterarme de que teníamos un exhibicionista en el barrio. "Papá, el hombre desnudo vuelve a estar ahí". Efectivamente, ahí estaba. Entraba y salía de la maleza del parque en el que tenía su refugio. Las ramas de una encina sombreaban su bien formado cuerpo. Lo único que llevaba puesto, me fijé, eran los calcetines: azules.
La niña había vuelto a su juego de los Sims, que le parecía mucho más interesante. Yo, en cambio, me quedé absorto ante la ventana observando las evoluciones del personaje.
Había algo fascinante en la imagen de aquel individuo, ataviado como Dios lo trajo al mundo, moviéndose sigilosamente entre la vegetación igual que una criatura mitológica. No es que me moleste el desnudo masculino, siempre que no se entre en fastidiosas comparaciones. Pero es muy diferente ver a alguien desnudo en una playa o en el gimnasio a que surja tras un cactus en una zona monumental como es el parque Güell. Pensé en los hombres salvajes de Roger Bartra y en Onofre, el desnudo monje asceta del siglo IV que residía en una cueva cerca de Tebas y que al final de su vida fue visitado por Pafnucio. El homo sylvestris, sostiene el filósofo Bartra, simboliza la alteridad peligrosa y a la vez atractiva, al otro, bestial y salvaje pero a la vez tentador. Cirlot señalaba también el sentido ambivalente del desnudo y la emoción ambigua que provoca. En fin, una cosa es la literatura y otra que un tío en bolas se pasee ante tus hijas. Así que llamé a la Guardia Urbana.
El exhibicionista se había instalado en los aldeaños del parque Güell y desde allí, surgiendo del follaje, sorprendía a los turistas
"Tengo una especie de fauno a la vista", les dije. "¿Vienen o le lanzo una flecha?". Tardaron unos 15 minutos, que aproveché para vigilar al sospechoso, discernir su patrón de conducta y tomar un par de fotos (las traje al periódico en la creencia de que mi material era digno de un premio Photopress; las desecharon con un único comentario: "Un exhibicionista y tú, vaya barrio").
Estoy acostumbrado al birdwatching, pues mi casa arroja estupendas vistas sobre el parque Güell, lo que me permite avistamientos de currucas capirotadas y colirrojos (sic), pero esto era excitantemente diferente. El exhibicionista, para el que yo resultaba casi invisible -una situación tipo La ventana indiscreta-, acechaba el tránsito de los visitantes, en su mayoría extranjeros que acceden fatigosamente al parque por las escaleras de la entrada posterior. Cuando veía un grupo de féminas solas, zas, salía de su escondrijo con una teatralidad que -uno es un profesional- no pude dejar de admirar.
Cuando llegó la patrulla municipal, un coche y tres guardias, nuestro hombre se adentró en el follaje con presteza. A la vista de que las fuerzas del orden parecían algo desorientadas, decidí bajar a ayudarles en la operación de busca y captura. Una batida, ¡vaya planorro para la tarde del domingo! Me identifiqué como el probo ciudadano que les había avisado, y les di un nombre falso por si acaso.
He de reconocer que colaborando con la ley me sentía algo hipócrita. Yo también, lo confieso, he hecho en el parque Güell cosas reprobables. Y no me refiero sólo al entierro de mascotas y al abandono de árboles de Navidad, sino a la ceremonia de re-enactment (reconstrucción) unipersonal del desembarco de Normandía, que celebré con motivo del 60º aniversario de la fecha y en el curso de la cuál me introduje clandestinamente de noche en el recinto disfrazado de paracaidista de la 82º Aerotransportada. En casa pensaban que estaba en el Teatre Nacional. Fui a dar con un grupo de okupas que tocaban desaforadamente los bongos y que no debían de tener la conciencia muy tranquila, pues ante mi súbita aparición huyeron en desbandada.
El guardia al mando de la patrulla me estaba mirando raro y por un momento temí que supiera algo de mi pasado. Pero reparé entonces en que con la emoción había bajado a la calle en zapatillas, con los binoculares colgando del cuello y tocado con la gorra de los alpenkorps que uso cuando estoy por casa. Recuperé la confianza de la autoridad expresando con la mayor convicción posible la consideración de que hay que ver cómo está el mundo. Nos pusimos manos a la obra. Les señalé el paraje exacto donde se escondía el exhibicionista y sugerí una táctica de envolvimiento, avanzando al tresbolillo. El exhibicionista no parecía ir armado más allá de lo orgánico, pero por lo que pudiera ser adopté un papel secundario en la acción. Mientras los guardias se internaban entre la vegetación, desplegándose en abanico estilo El gendarme en Saint-Tropez, me dediqué a seguir la maniobra con los prismáticos. Los perdí de vista a todos, perseguidores y perseguido, y sólo el agitado tremolar de las hojas me informó del curso que tomaban los acontecimientos. Al cabo de un rato, un agente sudoroso surgió del follaje con un individuo en chándal del brazo. Era joven y apuesto, muy rubio, y miraba al suelo avergonzado.
"Parece que han cogido al exhibicionista, pobre chico", me comentó mientras volvía a casa una madura vecina con un tono que denotaba una gran decepción. "Con lo entretenidas que estábamos". Anoté mentalmente que no debía volver a desvestirme sin bajar las persianas y una vez en casa les dije a las niñas que lo del hombre desnudo, papá lo había solucionado. "¿Lo has delatado?", dijo una, "¿ahora lo torturarán como a Anna Frank?". "Pues no hacía nada malo", apuntó la otra sin levantar la cara del ordenador. "En vez de eso, podía haberse ocupado de lo del fregaplatos", añadió con animadversión la señora que viene a limpiar a casa.
Sintiéndome como un Quisling, regresé al parque a interesarme por la suerte del popular exhibicionista. "Le hemos tomado los datos y lo hemos dejado ir, le hemos dicho que no vuelva; no parece peligroso. Estas cosas a veces con un buen susto es suficiente". La verdad es que me quedé más tranquilo, al fin y al cabo Lawrence de Arabia padecía un trastorno de autoflagelación y si la ley se hubiera puesto muy estricta con él los turcos aún conservarían Aqaba.
Qué duda cabe de que el barrio está mejor sin el exhibicionista, aunque a veces creo detectar algún que otro suspiro en el vecindario. Yo sigo observando pájaros desde mi ventana y me pregunto qué habrá sido de nuestro homo sylvestris. Enfoco mis prismáticos y recorro una y otra vez los perfiles del parque ahora doblemente desnudos, diciéndome, con una punzada de emoción, que esta ola de frío ha de pasar muy pronto.
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