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Columna
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Martirio

Era poco probable que el arzobispo de Valencia se resistiera a aprovechar la homilía de la festividad de San Vicente Mártir para denostar al Gobierno socialista. La excitación preconciliar de los obispos españoles no aminora su furor ni sus excesos. Si no fueran pastores con la misión de "corregir vicios y fundar virtudes", uno diría que se embriagan de titulares. O lo que es lo mismo, que rivalizan por ver quién la dice más gorda contra el "laicismo". Conocedor, pues, Agustín García-Gasco de la potencia que tiene entre los cristianos el recuerdo milenario de la persecución por los romanos, aprovechó que el santo fue llevado a la muerte en Valencia entre horribles torturas en tiempos del emperador Diocleciano para dibujar paralelismos ingenuos, aunque no inocentes. Si hay que hacer caso del panorama que trazó ante los feligreses, el presidente Rodríguez Zapatero es una especie de Daciano cruel y despiadado que se ceba en la buena fe de los católicos mientras fomenta la perversidad junto con sus aliados. Produce sonrojo asistir a demagogias tan burdas vertidas desde el púlpito por miembros de una jerarquía eclesiástica que confunde la resbaladiza "intolerancia dogmática" de la teología con una patente de corso ideológica para convertir cualquier crítica en una ofensa y cualquier discrepancia en un ataque. Desde su concepción sectaria de la Iglesia como un yunque de cerrazón contra el que se rompen todos los martillos, el arzobispo valenciano y la conferencia episcopal española, en su conjunto, se han situado a años luz, hacia el pasado, del Vaticano II y de la sensibilidad con la sociedad y con sus exigencias que caracterizaron a un pontífice como Juan XXIII. Le recordaban al arzobispo humildemente hace unas semanas los curas valencianos de parroquias populares y obreras que la conciencia personal es un signo de los tiempos, como la laicidad (en tanto que principio que ha de regir la relación de la religión y el espacio público), y la ciudadanía, clave de una cultura de la participación democrática contra la que se estrellan el dogmatismo y la prepotencia de los obispos. Para compartir ese punto de vista hace falta un talante, y una educación. García-Gasco prefiere el martirio, como virtud simulada, aunque ofenda de forma grotesca la mismísima memoria de algún santo.

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