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Columna
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El amigo kurdo

Rafael Argullol

Tengo una vieja simpatía por los kurdos que procede, creo, de ese periodo de transición entre la niñez y la adolescencia en el que uno cambia la seguridad que ofrecen los vencedores por la seductora incertidumbre de los vencidos. En concreto procede, lo recuerdo bien, de una desigual escena bélica, leída no sé dónde, en la que guerrilleros kurdos a caballo se enfrentaban a las tropas del enemigo. También recuerdo que esta escena se aproximaba a otra perteneciente a mi película favorita de entonces, Lawrence de Arabia, en la que el príncipe Feisal -encarnado por Alec Guiness- cabalgaba impotente, espada en mano, para perseguir a los aviones turcos que destrozaban su campamento.

Mustafá Barzani y sus 'peshmergas' vuelven a estar de actualidad gracias a un delicioso libro del cineasta Hiner Saleem, 'El fusil de mi padre'

Tras aquel primer impacto, siempre seguí con atención las noticias internacionales que informaban de los kurdos, en parte por esta simpatía surgida espontáneamente, en parte por el rechazo, aunque fuera desde la distancia, por la permanente injusticia a la que era sometido un pueblo de 30 millones de personas. Si alguien quiere comprender lo que significa la gran política, basta que siga con atención la densa crónica de traiciones a las que han estado sometidos durante un siglo los kurdos, tanto por parte de las grandes potencias como de los codiciosos vecinos.

No obstante, aún hoy no puedo leer ninguna de estas noticias sin acordarme del nombre de quien, según una fuente más o menos legendaria, dirigía la temeraria carga de la caballería kurda contra los acorazados. Se llamaba Barzani, Mustafá Barzani. Con el tiempo supe que era el dirigente máximo de la rebelión kurda en las montañas y deduje que los tanques pertenecían al ejército iraquí de aquel entonces. Pero durante años sólo fue un nombre que se quedó incrustado en mi memoria como un valiente héroe de los derrotados.

Y es posible que nada más hubiera sabido de su identidad si, por puro azar, un día muy posterior no hubiera leído su necrológica, estando yo en Estados Unidos. Era una mañana de 1978 y, según podía leerse en las primeras líneas de la noticia, Mustafá Barzani había muerto de cáncer en un hospital de Nueva Jersey. Lo extraordinario venía a continuación puesto que quien firmaba el texto, un periodista americano cuyo nombre no logro recordar, había estado a punto de morir por órdenes de Barzani.

Los sucesos a los que se refería el periodista se remontaban a 1960, cuando los peshmergas kurdos -"los que miran a la muerte de cara"-, traicionados de nuevo por unos y otros, se habían refugiado en las montañas para hacer frente al hostigamiento de los ejércitos iraquí y turco. El americano, corresponsal en la zona, fue apresado por los guerrilleros e inmediatamente acusado de ser un espía. Sometido a juicio, fue condenado a muerte. Debía ser ejecutado al amanecer. En el artículo necrológico detallaba la angustia de aquellas horas recluido en una tienda helada como la nieve de las montañas del Kurdistán. De pronto apareció Barzani, armado hasta los dientes, y le preguntó si confesaba su condición de espía. El periodista lo negó. A continuación le preguntó a quién dirigía la carta que los peshmergas le habían interceptado. El americano contestó que era para su novia, con la que debía casarse al volver a su país. Curioso, Barzani le demandó si estaba enamorado de ella. El que suscribía la necrológica había contestado afirmativamente.

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Barzani desapareció y reapareció al cabo de una larguísima hora con tres regalos: la libertad, un collar para la novia y un librito con sonetos de Keats. Naturalmente, casi veinte años después el periodista aún estaba emocionado por los tres regalos, aunque sin el primero de poco le hubieran valido los otros dos. Barzani, ya sin armas, se quedó charlando amigablemente hasta ese amanecer que debía ser funesto para el americano pero que acabó resultando memorable. El general kurdo le relató que había estudiado a los poetas románticos ingleses en la Universidad de Moscú y que, si no se hubiera tenido que dedicar a la guerra, sin duda lo suyo habría sido la literatura. Y acabó recitando a Keats, su favorito. Como terminaba con razón el periodista, era la necrológica de alguien que le había "resucitado".

Ahora me he vuelto a cruzar con Mustafá Barzani y sus peshmergas a partir de un delicioso libro del cineasta Hiner Saleem, El fusil de mi padre (recientemente traducido en castellano por Anagrama y en catalán por La Campana). Saleem recrea, desde el mirador primero de un niño y después de un adolescente, aquel mundo de derrotados en el que un hombre como Barzani podía dirigir una carga de caballería contra los tanques o protagonizar una historia como la relatada por el periodista americano. Épica en su escenografía de fondo, la narración de Saleem es, no obstante, lírica e irónica. Los ojos del futuro cineasta captan con fuerza y ternura la vida cotidiana de un mundo en permanente peligro pero, simultáneamente, en espléndida libertad. Mi vieja simpatía por los kurdos, con nuevas esperanzas tras la caída de Sadam Hussein, no ha hecho sino crecer.

Por cierto, cuando me opuse en un acto público a la invasión norteamericana de Irak, un ciudadano kurdo me reprochó no tener en cuenta la suerte de sus compatriotas. Sin embargo, quedó muy sorprendido, cuando conversamos a la salida, por mi información sobre el Kurdistán y, en especial, sobre la figura de Mustafá Barzani. Le prometí contarle las causas de mi simpatía por los kurdos. Y es lo que he hecho.

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