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Columna
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Fuga

Estoy en Bolonia, bajo la nieve, fumando en la calle. Nunca fumo en la calle, ni en mi casa, no quiero tirar colillas al suelo público (aunque en Bolonia hay ceniceros en las papeleras) y me molesta el olor a tabaco, el humo frío y estancado en la habitación, rencoroso e ineliminable. Sólo fumo en los bares y en reuniones nicotínicas. Estoy hablando de mi vida en Málaga, porque ahora, en Italia, la ley prohíbe fumar en casi todos los bares y los fumadores recalcitrantes salen a las calles heladas, con temperaturas entre tres grados bajo cero y tres grados, a practicar el vicio heroico, y también yo me expongo al pérfido frío, entre montones de nieve.

Descubro así una nueva figura del fumador: ya no es esa criatura abyecta que alguna vez he visto en cubículos de aeropuertos internacionales habilitados para consumidores de tabaco escondidos tras los vapores del infierno y abrumados por las viejas culpas, adivinando el pasado en una voluta de humo. Aquí es un deportista, un paseante, airoso frente a la despiadada temperatura invernal: centinela valiente o alpinista en la cúspide, turista en las terrazas de su propia ciudad. A las puertas de los cafés han puesto estufas para fumadores, no siempre encendidas, y mesas y altos veladores, siempre punto de reunión, de conversación e intercambio de fuego. Y, al aire libre, no se ve el humo, la bandera que denunciaba a los fumadores antiguos.

Bolonia es una ciudad de pórticos. Podemos recorrer la ciudad bajo techo, ciudad hospitalaria, estudiantil y espléndida, sin apenas turismo, pues los inventores del turismo, los escritores literarios del siglo XIX, casi no la tuvieron en cuenta. Fumando en Bolonia, imagino que en climas más amistosos, andaluces, la costumbre de fumar únicamente en el exterior se impondrá, cuando nos toque, con tanta naturalidad como en la Bolonia nevada, incluso sin estufas, entre los 2 bajo cero y los 18 grados de Granada, por ejemplo, o los 7 y 23 de Sevilla, temperaturas monstruosamente elásticas, por hablar del frío de estos días. Pero también hay noticia de escenas de histerismo: agentes provocadores de la policía han intentado fumar en algún bar boloñés para observar la reacción del encargado, y un vicioso enloquecido pretendió encender un cigarro a punta de pistola. En la oleada antihumo un agente de comercio ha demandado a su mujer, que, no pudiendo fumar en el trabajo ni en el bar, envenena de gas tóxico tabáquico la casa, y "en ninguna parte está escrito que como cónyuge deba aceptar una cosa así", dice literalmente el marido, que considera el olor del tabaco una persecución insoportable.

Pero en Bolonia descubro una nueva manera de fumar: el humo en la calle es fugitivo, ha perdido peso, no se ve, y los fumadores salen de la clandestinidad tolerada a la que se iban acostumbrando. Leo en Il Resto del Carlino, periódico boloñés, que dos hosteleros de Milán ofrecen gratis a sus clientes fumadores un elegante capote, una especie de capa para que se protejan del frío, y la capa, de conspirador, de cruzado o de penitente, lleva en el hombro una gran señal de tráfico: Se Prohíbe Fumar.

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