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Columna
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La muerte como estorbo

Las crónicas han relatado el suceso con total fidelidad. Una hora antes del partido Osasuna-Valencia, la hija de ocho meses del jugador valencianista Caneira fallece de muerte súbita. A pesar de todo, se celebra el partido, pero después empiezan a alzarse voces en contra de tal obscenidad. Entonces surgen los pliegos de descargo. Los dirigentes del Valencia dicen que el partido podría haberse suspendido. El árbitro dice que no hubiera tenido inconveniente. El árbitro dice que consultó, antes de iniciar el choque, con el Osasuna, y dice que también con el Comité Técnico de Árbitros. El comité dice que no puso objeciones a la suspensión del partido. El árbitro dice que se hubiera suspendido el partido a petición del Valencia, pero dice que el Valencia no lo dijo, y dice también que fue el entrenador valencianista el que dijo que se siguiera adelante. Pero éste dice que eso no está bien dicho. El entrenador dice que el árbitro decía que esa no era causa prevista en el reglamento. Mientras tanto, el presidente del Valencia dice que quiso consultar con el presidente de la Federación, pero dice que no pudo encontrarlo, aunque en la federación dicen que sí había otros directivos localizables, es decir, que hubieran podido decir algo. Tras el partido, también los jugadores de Osasuna dicen otras cosas. Realmente nada queda por decir.

Ignoro cuál sería el comportamiento adecuado, aunque lo que pide el cuerpo es decretar la suspensión del partido, la retirada de los equipos y el masivo desalojo del estadio. Claro que resultaría difícil, en el caso concreto, tomar tal decisión. Lo inaceptable, lo vergonzoso, es ese tirarse unos y otros los trastos a la cabeza, tras el partido, para eludir la responsabilidad de haberlo celebrado. Lo ridículo es contemplar tanta inseguridad ante la muerte, esa abrumadora falta de criterio que lleva a jugadores, árbitros, entrenadores y directivos a buscar excusas para justificar que el partido finalmente se jugara, pero que se jugara sin su consentimiento. La prensa recuerda la suspensión que se produjo por una causa similar en un partido de Segunda División B. ¿Es un caso equiparable? Seguramente no. En Segunda B no se mueve tanto dinero. En Segunda B los profesionales son modestos, y no hay decenas de miles de personas a la espera, ni fotógrafos apuntando con sus cámaras al césped.

La desorientación que envuelve todo esto es una muestra de la falta de criterio con que la modernidad (es decir, nosotros) se comporta ante la muerte. Nos han expropiado la muerte, y con ella sus ritos, sus duelos, sus asideros, sus actos de consolador aparejo, incluso nos han expropiado la forma de comportarnos cada vez que asoma ante nosotros. Cunde esa espantosa costumbre de ovacionar a los ataúdes, un hábito patán que escandalizaría hace sólo un par de décadas, y hasta en las iglesias los párrocos son cada vez más remisos a celebrar funerales de cuerpo presente. "Mi padre fue una persona muy creyente", me decía hace poco una amiga. "Le hubiera gustado abandonar este mundo pasando por la iglesia, pero mientras nosotros celebrábamos su funeral él aguardaba en el tanatorio. Fue muy triste".

Un estadio de fútbol. Decenas de profesionales con sueldos millonarios. Miles de espectadores en las gradas. Periodistas expectantes. Directivos arrellanados en el palco. ¿Suspender el partido? ¿Y qué tamaño exigirían los cojones? Repito que lo trágico ni siquiera es la decisión de jugar, lo trágico es que nadie quiera o sepa cargar con ella. Lo trágico es la desorientación, la inseguridad, el vacío ético, la incomodidad estética. Porque nos han enseñado que la muerte es algo que ocurre siempre a otros ¿no?, algo que ocurre en otra parte. Bajo esa piadosa hipótesis funcionan los bancos, las agencias de viajes, los concesionarios de coches o la liga de fútbol profesional. ¿Quién demonios recuerda ahora que la gente se muere? ¿Cómo asumir tal contratiempo? Ya no suele verse a la gente morir. De hecho, yo opino que la muerte no existe.

Partido Osasuna-Valencia. Y todos con cara de tontos, de auténticos estúpidos: una niña se muere, sobrevuela su alma frágil el estadio bárbaro y canalla y, de pronto, nadie sabe qué hacer.

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