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Columna
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Pasatiempos

Para no pensar demasiado en que el tiempo pasa, tenemos que inventarnos pasatiempos, pasatiempos que sirven, sobre todo, como antídoto contra ese continuo pensar que el tiempo pasa, pensamiento enfermizo que lleva siempre a la melancolía, o a sitios peores. Empleamos nuestros ocios en esto o en lo de más allá, con avaricia de domingueros irreductibles, de aventureros provisionales, así consista la aventura en ordenar la caja de herramientas. Administramos nuestro tiempo libre de un modo aleatorio o metódico, según el temperamento de cada cual, y lo único que sacamos en claro es que se trata de un tiempo que vuela, como si lo midiese un reloj con taquicardia.

Pasatiempos... No sé. Se pone uno a leer los cuentos de Truman Capote, pongamos por caso, ese genio frívolo de Nueva Orleáns que de joven tenía aspecto de chico de los recados de una mercería y que de mayor adquirió un raro aspecto de rana dicharachera. Y allí se encuentra uno ante un mundo pequeño y mágico, con tartas de pacana, con guitarras recubiertas de diamantes impostores, con botellas rellenas de monedas de plata y con mujeres que intentan vender su abrigo podrido de visón. O lee uno la última novela publicada aquí de John Fante, padre literario del simpático ratilla llamado Bandini: La hermandad de la uva, una historia familiar tan divertida como aterradora, y con eso echa el rato, con las tribulaciones ajenas, que nunca distraen del todo las propias, mientras el viento de levante silba afuera como una serpiente de cascabel inmensa y transparente. O se pone uno a leer el segundo tomo de la autobiografía de Castilla del Pino, titulada Casa del Olivo, para darse un paseo espectral por la Córdoba gótica de los años 50, con curas y matachines, y con miles de fantasmas de asesinados que vagan por el aire.

O se acerca uno a la tienda de discos y compra la edición remasterizada de Machine Head, el disco que Deep Purple sacó en 1972, y de pronto, nada más oír los primeros compases de Highway Star, resucita toda la confusión adolescente, que era confusión de cuerpo y de alma, y cierra uno los ojos y ve luces de colores, y gente que baila, y un amigo que, con 30 años menos, se te acerca para pasarte un canuto.

O se pone uno a hojear las biografías que de los filósofos cínicos nos legó Diógenes Laercio y encuentra allí una anécdota referida a ese otro Diógenes apodado El Perro: al definir Platón al hombre como "un animal bípedo implume", este Diógenes -el de la lámpara- desplumó un pollo y dijo: "Aquí está el hombre de Platón". (A partir de entonces, se matizó la definición platónica con un añadido: "y de uñas planas".)

O se va uno a dar un paseo, para observar a la gente o sólo por orear quimeras y preocupaciones, y se compra el periódico, y se sienta en un bar, y en una página del periódico hay un tipo que escribe sobre un libro de cuentos de Capote, sobre una novela de Fante, sobre la autobiografía de Castilla del Pino, sobre esos chavales prodigiosos que fueron Deep Purple, sobre filósofos vanidosos y ocurrentes, sobre alguien que sale a dar un paseo, y se compra el periódico, y se sienta en un bar, y lee esta columna.

Pasatiempos, en fin. Mientras el tiempo pasa.

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