Buscando la lluvia
El escritor gaditano describe sus sensaciones durante una tormenta en Grazalema, en el corazón del parque natural
Para que conociera la lluvia mi mujer me llevó a Grazalema. Yo había visto llover en muchos sitios, pero nunca en aquel pueblo que en el pasado había sido ciudad fronteriza del reino nazarí de Granada. "Si no has visto llover en Grazalema, no conoces la lluvia", me explicó mientras observábamos a los nubarrones amontonarse en el horizonte a través de los ventanales del hotel Villa de Grazalema.
Habíamos venido desde Cádiz siguiendo la ruta de los pueblos blancos, un recorrido de unos 130 kilómetros que, si se tiene paciencia con los camiones, resulta especialmente hermoso porque uno puede ver los pueblecitos asomando entre los valles como retales de espuma. Durante todo el viaje, por encima de nuestras cabezas surcaban bandadas de voluntariosos estorninos, unas aves que van a comer a la sierra y regresan a Cádiz al atardecer, para pernoctar entre las mullidas ramas de los laureles de indias de la plaza de Mina.
Los primeros pobladores del municipio datan del Paleolítico
La sierra, con unas 50.000 hectáreas, está declarada Reserva de la Biosfera
A la altura de El Bosque las temperaturas inician un inquietante descenso y la carretera se vuelve sinuosa, enroscándose en curvas imposibles en las que los coches se cruzan a un beso de distancia. Los oídos se nos taponan a medida que ascendemos hacia el puerto de las Palomas, a 1.357 metros de altura. Si uno vence el mareo puede disfrutar de las montañas de caliza, sobre cuya piedra los siglos y las lluvias han trazado arrugas de anciano ilustre, y de los barrancos que se abren a nuestros costados, ofreciéndonos majestuosas panorámicas de la sierra, con su tesoro de nutrias, corzos y jabalíes.
Grazalema se halla enclavada en el Parque Natural que lleva su nombre, una extensión de más de 50.000 hectáreas declarada Reserva de la Biosfera, con parajes de atávica belleza como el Llano de Rabel o el Cerro del Torreón, que pueden visitarse en rutas organizadas. También puede accederse al pinsapar, refugio de ese abeto barroco que sobrevivió a las glaciaciones como si estuviese protegido por un encantamiento. El pinsapo, que salvo en los Urales no crece en ninguno otro sitio de Europa, tiene forma de pica, con las ramas casi perpendiculares al tronco, y sus hojas, cortas y estriadas, poseen el tacto gomoso de un árbol de juguete.
El pueblo nos sorprende entonces con su arquitectura blanca, herida de herrajes negros. Al bajarnos del coche, el aire de la sierra, ese aire como recién desempaquetado que antiguamente recetaban a los tuberculosos, desatasca nuestros pulmones, y el frío se apresura a recubrirnos con su armadura de hielo. En los tejados de las casas, tapizados de líquenes, encontramos la primera señal de que Grazalema es el lugar con mayor índice de lluvia de España, debido a que los frentes oceánicos tropiezan con las imponentes barricadas que componen sus montañas.
En algunas de sus calles hay mosaicos de azulejos que nos relatan su historia. Allí se informa a los visitantes de que los primeros pobladores del municipio datan del Paleolítico, hace 15.000 años. Los celtas la bautizaron con nombre de villana de las películas de James Bond: Alexia. El paso de los romanos dejó un atrezzo de puentes y calzadas. Los árabes, que la llamaron Ben-Zalema, trajeron los molinos de aceite y la infraestructura hidráulica, y fijaron el peculiar estilo urbanístico de la villa, que sería reconquistada en 1485, empezando a repoblarse a comienzos del siglo XVI por iniciativa del duque de Arcos.
Es un placer callejear a la deriva por sus calles, algunas de las cuales desembocan por sorpresa en una balconada que reduce el mundo a una maqueta de Ibertren. En la plaza de España, donde se halla una fuente de siete caños de los que mana un agua gélida, se encuentra un establecimiento que ejerce de punto de información y venta de productos típicos, donde podemos adquirir las populares mantas de paño y el celebrado queso de cabra, que obtuvo el primer premio de queso de receta propia que otorgan los artesanos de Andalucía. A unos pocos metros de allí se halla la iglesia de la Encarnación, del siglo XVII, que junto a la iglesia de la Aurora, de estilo neoclásico, y la de San José, que fue un antiguo convento carmelita construido sobre un minarete árabe, constituyen su patrimonio artístico.
El paseo nos abre el apetito, pero antes de entrar en alguno de sus muchos restaurantes, preferimos hacer una ronda por los pequeños bares que jalonan las calles, disfrutando de sus tapas de queso en aceite, hasta que nos refugiamos en nuestro local favorito, La Posadilla, un bar presidido por una chimenea cuyo calor beatífico resarce a los comensales del frío exterior. Su decoración no tiene desperdicio: varios cencerros cuelgan entre los jamones, y en sus paredes los carteles taurinos conviven con antiguos billetes del mundo enmarcados. Allí pedimos chorizo frito, carne de venado y esa coqueta delicia que llaman perrito lechero, consistente en un bocadillo de tortilla de salchicha y queso. Comemos con fruición, mientras hacemos apuestas sobre si los que salen dejarán o no la puerta abierta. Afortunadamente para nosotros, el porcentaje se inclina a favor de la buena educación.
Un trueno me devolvió al hotel, en cuya cafetería habíamos recalado por las bondades de sus sillones y chimenea. Se desencadenó entonces la célebre lluvia de Grazalema, una lluvia torrencial y férrea, hecha de gotas de calibre grueso que, según dicen quienes allí viven, puede durar todo un mes. La lluvia es más hermosa cuando tienes una taza de café calentando tus manos. Aun así no puedo evitar proponer que corramos bajo el aguacero. Mi mujer me mira escandalizada. "Si no has corrido bajo la lluvia de Grazalema nunca has corrido bajo la lluvia", le digo. El resto es historia. Y pulmonía.
- Para dormir: Hotel Villa Turística de Grazalema, dotado con 24 habitaciones dobles y 38 apartamentos con chimenea, adorables casitas de cuento donde huir del mundanal ruido. También hay una vasta oferta de casas rurales para alquilar.
- Para comer: Los restaurantes El Tajo, Cádiz El Chico, o el Torrejón, que ofrecen cordero, venado y trucha. Quien busque un lugar entrañable, con una estupenda relación calidad precio, que se pase por La Posadilla.
- Para comprar: Las populares mantas y trabajos en corcho. No olviden acudir a la pastelería Chacón a pertrecharse de los famosos cubiletes y amarguillos.
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