Un capuchino en el barrio de las 'geishas'
DECÍA GARCÍA LORCA en uno de sus poemas: "Cuando llegue la luna me iré a Santiago" (se refería a Santiago de Cuba), y yo me dije lo mismo el día que decidí irme solo a Japón. Un largo recorrido desde esta isla volcánica, con escala en Barcelona y A'dam, me llevaría totalmente incomunicado e invisible entre pasajeros nipones que regresaban a su país en las primeras semanas de mayo, con lo cual llegaba atrasado para ver los cerezos en flor, considerado casi fiesta nacional, donde los empleados de oficina van de pic-nic con sus jefes, me contaba Asakito, muy seria, mostrándome orgullosa una foto con sus colegas. Tokio, con sus casi 10 millones de habitantes y sus 13 líneas de metro sin ventanillas de información, sólo máquinas automáticas, sería mi primer dolor de cabeza; el segundo, buscar un hotel, y el tercero, salir a descubrir una ciudad que se divide en barrios tan grandes como Madrid...
Un tren caro y veloz me llevaría a los pocos días, en un par de horas, a una de las ciudades más hermosas de este país: Kioto, la ciudad de las geishas, que con menos de dos millones de habitantes resultaba un paraíso de historia, de parques, cientos de templos, turistas, museos y bellas japonesitas en bicicleta cubriéndose con un paraguas de un sol primaveral. Mi capuchino en Gion, el barrio de las geishas, acompañado de una dulce joven que me contaba secretos de la ciudad, tuvo otro secreto, que fue el precio de los dos cafés...
Montado en una bicicleta donde siempre dejaba algo en la cesta frontal (el robo no existe, me habían dicho), acompañado de mi diccionario y siempre con un sumimasem de respeto y de referencia para pedir cualquier información, recorrí sus mercados, calles, templos, palacios, y me prometí que nunca sería tarde para volver una vez más a esta ciudad celestial... ¡Sayonara!
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