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Columna
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Estampa

Qué frío. Aquí está el invierno con sus dedos góticos adornados con anillos de plata. Dedos invernales de Fu Manchú, de espectro amenazante y sigiloso, de ladrón de tumbas recubiertas de escarcha y hojas secas, los dedos del invierno. Esos dedos largos y traslúcidos que él moja en las fuentes para helarlas, que remoja en los ríos para que su fluir parezca un suicidio de cristales, que enjuaga en los embalses para que el agua nos salga gélida del grifo y digamos: qué frío, qué fría el agua. Qué frío hace.

Corretea el frío por las calles como un fantasma que tirita, con su aliento de cámara refrigerada, con su esqueleto transparente, y es el comodín de las conversaciones: qué frío. Y zapateamos, y nos frotamos las manos igual que los avaros teatrales, y nos echamos el vaho en las palmas entumecidas, y parece que va a caérsenos a pedazos la nariz, que vamos a convertirnos en muñecos de nieve, sonrientes con nuestra nariz de zanahoria, mientras el frío va de aquí para allá como una sombra blanca y sibilina, filtrándose por las juntas de las ventanas, sumergiéndose en las cañerías, buscando cualquier resquicio para colarse y dejar su materia invisible en todas partes, porque el frío es el emperador del invierno, y necesita conquistar territorios, asentar el mástil de su bandera de hielo en nuestra realidad desamparada, y nos atrincheramos en casa con armas de calor, y lo vencemos, y decimos: qué frío debe de hacer fuera. Pero es una victoria muy frágil, porque, en cuanto salimos a la calle, allí está él, el guerrero frío que clava su espada en nuestra carne, que nos llega hasta el hueso, que nos llega hasta el alma.

Qué frío. Muy de mañana, los niños van camino del colegio, con su aire de desvalimiento dickensiano, para desvelar los misterios de las matemáticas y de la plastilina, entre otras materias abstractas. Cuando hace mucho frío, todos los colegiales parecen huérfanos. Y allá van ellos, encogidos, envueltos en bufandas de colores, con un gorro de lana, a entenderse con las cosas del saber. Pero qué frío.

Casi todos los árboles están ya poco más o menos como Walt Disney: crionizados. En fase de catalepsia, con la savia dormida, a la espera de que llegue la primavera para ofrecernos su número de prestidigitación: voilà, de nuevo el verde. Parecen los árboles cadáveres de mil brazos suplicantes, y ahí andan los del Ayuntamiento podando ese paisaje de ultratumba, porque se nota a las claras que a los alcaldes de los pueblos turísticos no les gustan las naturalezas muertas, las arboledas tétricas del invierno, deshojadas y yertas, y quizá por eso se inclinan a plantar palmeras exóticas, esas palmeras desterradas que sin duda soñarán con regiones tórridas cuando aparece por aquí, en su carroza de diamante pulido, nuestro invierno casi de mentira, este invierno bajoandaluz que es casi un amago de invierno, un invierno de paripé, un simulacro, una fantasía meteorológica que dura un par de meses como mucho, este invierno de chichirimoche, fugaz y fanfarrón, que viene cada año a montar su número circense de heladas y de gripes. Este invierno farsante. Este invierno de pega. Sí. Pero qué frío.

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