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Columna
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Temporada 'tsunami'

Josep Ramoneda

En 1755, un tsunami destruyó Lisboa. Voltaire escribió su Poema sobre el desastre de Lisboa, en el que constataba la existencia del mal sobre la tierra y lanzaba una interpelación a las religiones: "De l'auteur de tout bien le mal est-il venu?". Vivimos en una cultura de quita y pon. En que, al modo del tsunami, el turismo ocupa las playas de ciertos países sin el menor apego y se va sin saber a ciencia cierta dónde ha estado, y la solidaridad baja con la misma rapidez con la que sube. En esta sociedad poco dada a la metafísica, el tsunami del sureste asiático ha causado más perplejidad y angustia que sana irritación teológica. Al fin y al cabo, el hombre inventó la idea de Dios para encontrar una causa que permitiera consolarse pensando que al frente de la naturaleza estaba alguien que daba sentido a las cosas. Este alguien tenía que ser todopoderoso, y el poder, por definición, es arbitrario. Ahora creemos saber las causas de los fenómenos de la naturaleza, pero siguen escapando a nuestro control y somos activos en la tarea de favorecer su capacidad de destrucción.

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El tsunami nos llega a través de estas imágenes editadas -es decir, homologadas conforme a los cánones y los ritmos de las sociedades del Primer Mundo- que nos trae la televisión. Unas imágenes hechas para el sobresalto instantáneo, para la explosión de la compasión, que dan paso inmediatamente a la solidaridad espectáculo. Un ejercicio tan necesario como tramposo, en que los buenos sentimientos de la ciudadanía son objeto de explotación política y comercial. Las necesidades de las víctimas se convierten en una mercancía más, tan irreal como el universo televisivo -ni siquiera se sabe qué cantidades de dinero prometidas llegarán de verdad-, que tiene la caducidad que la moda marca. Esta temporada toca tsunami asiático. ¿Qué se llevará la próxima?

Sin duda, está muy bien que la gente sea generosa y solidaria. Sin duda, es positivo que los gobiernos comprometan ayudas y acciones inmediatas, aunque entre lo que se promete y lo que realmente llega siempre hay distancia. No deja de ser sospechoso, sin embargo, que los dos países que más dinero han comprometido sean Alemania y Japón. Curiosamente, los dos aspiran a un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Bendita competencia política.

Los estragos del tsunami del sureste asiático han servido para recordar que la globalización significa sencillamente que acontecimientos ocurridos a miles de kilómetros de distancia también nos conciernen, porque la movilidad de personas y de los recursos hace que ninguna parte del mundo nos sea completamente ajena. Han certificado, una vez más, que el poder del rey de la creación es limitado, y que todavía la naturaleza tiene una capacidad de cataclismo que escapa a nuestro control. Han confirmado que el hombre da muchas facilidades a las potencialidades destructivas de la naturaleza, porque cierta autosuficiencia le ha hecho perder la intuición de los peligros y porque en su voracidad destruye recursos sin cesar y ocupa sin reparos espacios de alto riesgo. Y han provocado un alud de solidaridad tan masivo como marcado por la caducidad, porque a golpe de emociones fuertes, a lo sumo se aguanta hasta el próximo impacto.

Pero sería bueno aprovechar el sobrecogimiento por una catástrofe de unas dimensiones para las que nos cuesta encontrar parámetros de referencia, para tomar conciencia de la cuestión de la gobernabilidad del mundo, que es el problema real, más allá de sobresaltos, angustias y compasiones. La tragedia del sureste asiático es enorme. Pero el sida -y no digamos ya la malaria-, para ceñirnos a males no directamente imputables al mal hacer del hombre, origina estragos muy superiores cada año. África sigue muriéndose, sin que se vislumbre voluntad política alguna en el primer mundo para afrontar este problema, y si no hay voluntad política es, entre otras cosas, porque las poblaciones ni presionan ni tienen este problema en sus prioridades, porque la solidaridad instantánea es muy positiva, pero de duración limitada. Las preocupaciones ciudadanas siguen siendo locales y nacionales, porque hay que sobrevivir y se sobrevive en un espacio reducido. Además, la propaganda politicomediática ya se ocupa de que así sea. La percepción global de los problemas todavía es muy remota.

El último estrago, el último golpe a las conciencias, esconde los anteriores, y provocan incesantes desplazamientos de atención y de ayuda. Esta dinámica ocasiona un trato desigual y arbitrario (es decir, propio de los poderosos) de las víctimas, que no tienen el mismo valor si son del Primer o del Tercer Mundo, si son de zonas emergentes o de zonas condenadas. Si entramos en los conflictos que tienen que ver directamente con la acción del hombre, vemos por ejemplo que en Chechenia, en 10 años, se ha matado a tanta gente como el tsunami. Sin embargo, nadie ha hecho nada para evitarlo. Y no hablemos del Congo o de Darfour o de tantos otros conflictos, empezando por los que se dan en los mismos escenarios de la tragedia: Sri Lanka y Sumatra.

Es la incapacidad para organizar cierta gobernabilidad del mundo que hace necesarias las explosiones de solidaridad -sin ellas, la ayuda sería probablemente inexistente- que por unos días obligan a los gobernantes. Pero el carácter de estas explosiones es forzosamente efímero y, a menudo, pone parches a un problema para agudizar otros. La gobernabilidad del mundo no es sólo una cuestión de poder militar como piensa la potencia hegemónica. El poder de ayuda forma parte de ella, y en este sentido me parece una iniciativa interesante que Europa cree una fuerza de intervención humanitaria de urgencia. Europa podría hacer de este poder una manera real de estar en el mundo. ¿Cómo poner la gobernabilidad mundial bajo el signo del bienestar de todos sus habitantes? Esta es la cuestión que el tsunami debería urgir. La compasión convertida en solidaridad espectáculo es imprescindible para paliar algunas situaciones, pero es, al mismo tiempo, coartada para seguir sin afrontar los problemas de fondo. La izquierda debería saber que si algún futuro tiene es en lógica de pensamiento global, porque es a esta escala que se dan hoy las grandes contradicciones. Y sólo pensando globalmente, podremos añadir, como Voltaire, "la esperanza" a la jaculatoria del califa, al Dios al que adoraba. "Yo te aporto, oh! Único rey, único ser ilimitado / Todo lo que tú no tienes en toda tu inmensidad; / Los defectos, los lamentos, los males y la ignorancia".

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