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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Exteriores

Una mañana de invierno, cuando un sol convaleciente -que dijo el poeta- se asomaba entre el humo de la ciudad, fui en compañía de mi amigo Antonio, el cual se dice dibujante y, en efecto, dibuja de vez en cuando; fuimos, digo, en busca de un edificio rojo y solitario que aparece en la película El maquinista (Brad Anderson, 2004). El protagonista vive en ese edificio, y en una de sus dependencias se consume igual que un cigarrillo a medianoche. Se trata, tal como se vislumbra en la película, de un bloque de color rojo oscuro, de color del vinazo; su pintura anda desconchándose por la fachada desde hace cerca de dos décadas. En ella cuelgan sin sujeción los cables telefónicos, y las ventanas están selladas con maderas, cartones... Es un almacén industrial de seis plantas de altura. Se accede a cada una directamente desde un ascensor, que es a la vez montacargas. En una de ellas, cuando yo era un chaval estuve tocando con un grupo durante un mes de julio; se les había ido el bajista de vacaciones y les ayudaba a continuar los ensayos. Cerca de ese edificio, se encuentra también la espectral avenida donde al protagonista de la película se le complicaron las cosas.

En el armario eléctrico de una plaza, la plaza Roja, está escrito: "Nací para sufrir pero vivo vacilando"

Toda esta zona, que mi amigo Antonio describe como hopperiana, y un punto de razón sí que lleva, todas estas calles, naves, talleres, almacenes desde cuyas ventanas los maniquíes amontonados parecen contemplar el entrar y el salir de los trabajadores de pantalón de poliéster azul, de camisa y de chaquetilla azul trabajo..., toda esta parte del mundo tan impregnada de una extraña desolación y de un melancólico realismo, ha sido levantada sobre los terrenos donde el novelista Julià de Jòdar emplaza su trilogía, en cierto modo memorialística, L'atzar i les ombres. En sus libros, Jòdar lo llama idealmente el barrio de Guifré y Cervantes, y se corresponde en la vida real con el barrio del Remei, de Badalona. Estos terrenos en Jòdar aún están rodeados de campo; campos de remolachas, de trigo y de alfalfa. Los protagonistas de sus novelas brotan de la emigración murciana que ha llegado al lugar a finales de los años cuarenta y se reúnen, en torno a solemnes higueras, nísperos, limoneros, alrededor de algún pozo, con sindicalistas y anarquistas que ya no pueden serlo ni por supuesto decir que lo fueron.

Esta mañana de invierno, ante una de las casas con patio de aquellas gentes, un barrendero negro pasa con su escoba y su capazo y empuja su carrito. Tras los muros de ladrillo de un almacén despuntan oxidados unos depósitos. En una pared giran dos ventiladores negros de grasa, y rezuma más grasa de unos respiraderos. Un gato viejo se pasea solitario por un terrado y quiere frotar sus costillas contra los rayos del sol. Al otro lado de una persiana metálica se oye a un hombre que silba una canción y se oye también el rotor de unos motores y se oyen también los golpes metálicos del trabajo. Huele en la calle a disolvente y a aceite y a gasolina y a limaduras de hierro, y llega además un olor como de café torrefacto que es el olor a madera quemada del taller de molduras. Por las aceras se suceden los postes de la luz, secos, resquebrajados, y por las fachadas se suceden los rótulos del almacén de neumáticos, y del taller de estampación y troquelados, y del taller de soluciones en termoplástico. Un perro negro ladra a la puerta de una pequeña fábrica. Los bares preparan ya su menú de polígono industrial.

En el barrio contiguo, en Sant Roc, se encuentran algunos de los edificios que aparecen en la película Platillos volantes (Óscar Áibar, 2003). Los abuelos del director vivieron en uno de ellos, también los míos. Al igual que El maquinista, ésta es una película proletaria en la que sus protagonistas van a trabajar a una fábrica. Los personajes de Platillos volantes vagan por estos bloques levantados a inicios de los años sesenta por la Obra Sindical del Hogar, que hoy se derriban porque las viviendas (la mayoría de 55 metros cuadrados) se están cayendo de aluminosis y de otras taras de la construcción. Son edificios de color rosa pálido, tirando a ocre, con bandas de color rojo inglés, de porterías exiguas (de un metro de anchura) y excavadas en la pared hasta un metro de profundidad. Los últimos pisos de algunos bloques tienen viseras de uralita. De las ventanas, todas enrejadas, sobresalen jardineras con flores de plástico. Entre la ropa tendida, asoma alguna antena parabólica. Los chavales escriben sus nombres en las fachadas: Jessica, Tamara, Chato, Mireia..., y otros rascan el cemento para grabar: "Love Paco".

En una acera, tres gitanos han levantado el capó de su Peugeot 205 e inspeccionan el motor con las manos metidas en los bolsillos. Hace un poco de frío. Han dejado sobre el techo del automóvil una jaula liada en un hatillo con un pañuelo del Barça. Sentada en una portería, una anciana magrebí trocea un plátano con una navaja, y cuando se lo come recoge las pieles en un pedazo de papel. En un bar, otra anciana, que lleva un catéter nasal, se toma un trifásico y discute con el dueño porque le ha puesto leche. "¡Sabes tú que yo no puedo tomar leche! ¡Yo sólo lo quiero de café!". Y en el armario eléctrico de una plaza, la plaza Roja, está escrito: "Nací para sufrir pero vivo vacilando".

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