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Columna
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Mar al fondo

Durante los años que viví en Guatemala me interesé mucho por los huipiles, las blusas bordadas que constituyen la parte más rica del traje de las mujeres indígenas. Se sabe de dónde viene una mujer por el huipil que lleva, porque cada población tiene el suyo, con colores y motivos propios. Algunos son sencillos, otros están laboriosamente trabajados; pero todos tienen en común la pertenencia a una tradición de siglos. Allí, ver a una mujer tejiendo es tan frecuente que se ha vuelto una imagen típica, y la venta de huipiles constituye una fuente fundamental de ingresos para muchas familias.

Una vez, en un pueblecito de las orillas del lago de Atitlán, me acerqué a una mujer que estaba poniéndole a su tejido un bordado insólito, una tira de maripositas, que yo no había visto jamás. Le pregunté por la razón de esa presencia extraña. Ella, con esa justeza verbal que encontré y admiré tantas veces, me respondió: "Lo piden los gringos". Y tengo que decir qué sé que no se refería a esos visitantes en concreto sino de un modo general a los turistas. A ciertos turistas capaces de desafiar actitudes culturales centenarias, de exigir -por un precio insignificante que para los locales es vital, irrenunciable- que se plieguen a sus intereses o a sus gustos.

El turismo puede ser una magnífica oportunidad de crecimiento personal (viajar ayuda a curar ombliguismos y/ o absolutismos) y un motor de desarrollo colectivo. Pero contiene también formas cada vez más explícitas, menos disimuladas, de depredación, de abuso del fuerte sobre el débil, de explotación del pobre por el rico. Y digo "menos disimuladas" pensando en el turismo sexual, que se aborda cada vez con más soltura. Asociar, por ejemplo, ciertos destinos caribeños con trajín erótico se ha convertido en una especie de institución turística, en un paquete vacacional al que no le falta de nada, ni siquiera las respuestas para todo: máximas del tipo "allí la gente tiene una relación más natural con el sexo" (o algunas mucho más turbias sobre el valor de la edad local), para hacer frente, de producirse, a las objeciones de los amigos o a los reproches de la conciencia.

No se abordan, claro, con la misma soltura las circunstancias en que se producen esas alegrías para el cuerpo. Ni con el mismo aplomo, la posibilidad de que el turismo sexual no sea más que una forma de abuso de poder, una explotación lamentable de esas gentes caribeñas que no es que vivan diferente el sexo o la edad, sino que simplemente viven de otra manera, en condiciones de necesidad, precariedad o dependencia. El tema de la responsabilidad en este asunto es, desde luego, complejo; y también puede representarse como otra pescadilla circular. Pero creo que más responsables son, en el mordisco, los dientes que la cola; más, quienes están dispuestos a pagar que quien recibe; mucho más, quienes, conscientes de una situación de debilidad, la usan en su provecho.

La devastación que el tsunami ha dejado en el Indico está provocando una movilización sin precedentes. Supongo que ni la conmoción ni el torrente solidario son del todo ajenos al hecho de que miles de turistas occidentales han muerto o desaparecido bajo las olas; es decir, que ese maremoto representa para muchos países europeos una tragedia natural propia y de dimensiones colosales. Pero nuevas estructuras van a surgir del desastre. Ya se anuncia, por ejemplo, un centro de detección de maremotos para todo el Índico que evitará en el futuro caer en las mismas imprevisiones, descoordinaciones y errores. Entre los errores más visibles en muchos paraísos terrenales está el turismo ávido e indiferente.

Una foto fija, anterior al tsunami, de muchos puntos de la costa del Indico, de muchos otros lugares del mundo, representa una línea de hoteles de lujo frente a la orilla, pero con el verdadero mar por detrás. Un mar de chabolas. Este maremoto no ha hecho distingos, ha despreciado el ranking mundial. En un aviso o enseñanza edificables.

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