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Columna
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La melancolía como arte

Rafael Argullol

Acaba, por fin, de publicarse aquí la versión íntegra en castellano de uno de los libros malditos de la cultura moderna, Memorias de ultratumba, de François René de Chateaubriand (El Acantilado), un título mítico para un texto mucho más citado que leído. Las causas del malditismo de la obra cumbre de Chateaubriand -y de la maldición que ha acarreado durante siglo y medio- son diversas pero reveladoras, todas ellas, de su talante. Un libro descomunal que contiene miles de páginas, una literatura irreductible a la clasificación de géneros, un manuscrito mal editado en el inicio y luego repetidamente mutilado, una recepción desigual y con frecuencia adversa: un destino, en suma, que se ha acomodado a la propia desmesura de un proyecto que, en sucesivas enunciaciones y modificaciones, acompañó al autor más de 40 años.

Chateaubriand siempre ha tenido insignes defensores entre los grandes escritores modernos, como Baudelaire, Flaubert y Proust

Por encima de estas circunstancias ha habido una maldición más importante que ha acompañado a Chateaubriand: durante largo tiempo la cultura europea, o al menos la hegemónica, lo ha estigmatizado como uno de los principales portavoces de un mundo derrotado. Arrojado así a las tinieblas exteriores, "reaccionarias", que tampoco lo acogían con gusto por su radical inconformismo, Chateaubriand ha debido desempeñar el poco aconsejable papel de enemigo de la revolución o de la democracia, cuando no de la entera "modernidad". Chateaubriand siempre ha tenido insignes defensores entre los grandes escritores modernos, como Baudelaire, Flaubert y Proust, pero sólo el redescubrimiento en las últimas décadas de Memorias de ultratumba permite afianzar su complejidad, su sutileza, su intempestividad con respecto a revolucionarios o reaccionarios. Chateaubriand no es un antimoderno como se ha dicho hasta la saciedad, sino más bien alguien que mira a contracorriente el irremediable mundo que se abre ante él constituyéndose, al final, en su melancólico profeta.

Leídas a principios del siglo XXI, las Memorias de ultratumba nos ayudan a comprender los grandes fracasos y las inevitables imposiciones que han moldeado la imagen que ahora tenemos de nuestra civilización. Son, en cierto modo, la cartografía minuciosa de todo aquello que parecía permanecer oculto a la luz moderna pero que, tras las grandes oscuridades provocadas por los totalitarismos, ha surgido a los ojos de todos. Cuando la cultura europea ya no puede esperar alegremente el advenimiento del paraíso revolucionario y corre el riesgo de quedar ahogada en su propia indolencia, las páginas de Chateaubriand sirven de guía hacia rumbos precipitadamente abandonados e ideas temerariamente extirpadas. Hay tiempos en los que, paradójicamente, son ciertos "conservadores" los que nos preservan el horizonte espiritual de la revolución humana.

Pero todo esto sería de una importancia menor si Memorias de ultratumba no fuera una obra maestra de la literatura, un tour de force del pensamiento con la época que lo rodea, un desafío de la escritura para atrapar la memoria y el destino. Es fascinante, a este propósito, el esfuerzo por combinar la indagación sobre su vida y la reflexión sobre el tiempo histórico en que le ha tocado vivir. En este esfuerzo imponente, que curiosamente se despliega paralelo al que con mucha mayor discreción realiza Giacomo Leopardi en Italia con su Zibaldone, Chateaubriand apuesta por un arriesgado cruce de caminos literarios en el que la distante objetividad e ironía de las memorias aristocráticas se superpone a la subjetividad, más romántica y democrática, de las confesiones que Rousseau había popularizado. Y al fondo, patrón privilegiado, naturalmente Montaigne, la sombra de cuyos Ensayos se proyecta una y otra vez sobre la obra.

En un libro de estas dimensiones las preferencias pueden ser muchas. Me quedo con tres, muy distintas y muy alejadas entre sí en el transcurso de la memoria y en su traducción literaria. La primera corresponde a la infancia bretona de Chateaubriand, narrada en los capítulos iniciales, una recreación espléndida de las circunstancias y dudas de la vida familiar, de los paisajes de los años de niñez y, singularmente, del mar, el gran escenario inspirador al que, ya anciano, el escritor deseará retornar para el último de sus viajes, el viaje de ultratumba.

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Por la segunda me remito a la sobrecogedora descripción de la retirada de las tropas napoleónicas en Rusia. En estas páginas Chateaubriand alcanza una altura épica excepcional porque sabe descender a la entraña misma de la guerra moderna, la que arrastra y mata a multitudes antes impensables. Quizá con la excepción de Tolstoi en Guerra y paz, ningún escritor ha relatado con tanta precisión el macabro final de la Grande Armée, preludio de los desastres bélicos del siglo XX.

Me inclino, por último, hacia esos años finales de Chateaubrianden en los que, sabio y melancólico, se sabe derrotado -sobre todo por los suyos- sin renunciar a una vitalidad llena de fuerza. Época terminal en la que salvaguardar el rigor de Memorias de ultratumba se convierte en una obsesión. Tras el periplo, el regreso a la corte de Bretaña: "La vida real se ha mostrado para mí envuelta de ilusiones, como la tierra aparece en medio de unas nubes a los marineros".

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