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Columna
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Recuperación

¡Lo ha conseguido! Si está en condiciones de leer esta columna querrá decir que ha sobrevivido a la Navidad. Ahora tenemos que recuperarnos del efecto boa que nos produjo la sucesión de palizas propinadas al aparato digestivo por la ingestión masiva de alimentos y del no menos intenso calvario a que sometimos al hígado a causa del trasiego de bebidas alcohólicas. El aspecto físico también se habrá resentido. Las partes blandas de nuestra anatomía habrán ganado terreno al músculo y profundizado la ojera hasta otorgar a la fisonomía un aire decrépito. Nada en principio que no pueda paliar una dieta de asilo rica en verduritas y pescado hervido y rematadamente pobre en grasas animales, azúcar y colesterol. No obstante, si de verdad pretendemos salvar de la quema aquella apariencia dinámica y juvenil con la que creímos volver de las vacaciones veraniegas, habrá que aportar sacrificios complementarios. A las restricciones alimentarias será menester añadir un severo programa de ejercicios físicos destinados a endurecer todo aquello que un día fue tejido fibroso y hoy es miseria. Para emprender tan esforzada tarea resultará igualmente imprescindible el reconocimiento corporal al objeto de asumir la cruda realidad hasta ahora escondida bajo los abultados ropajes invernales. Hay que armarse de valor, plantarse frente al espejo y, tras despojarse de todo cubrimiento, proceder a la contemplación de nuestra desnudez identificando las zonas afectadas y su grado de deterioro. Puede que semejante visión haga asomar la desesperación e incluso broten las lágrimas, pero la crueldad del espectáculo nos dará fuerzas para acometer la cotidiana tabla de abdominales o el oportuno machaque de contorsiones laterales que requiere el pulimento de lo que almacenamos bajo la piel a golpe de comilona. Unas caminatas al aire libre y la vuelta a los hábitos de descanso contribuirán a la recuperación de la fachada que, desgraciadamente, nunca será completa por muchas cremas de farmacia que nos pongamos.

Además del cuerpo, algunos deberán cerrar también las heridas que la Navidad les abrió en el alma. Hay quienes, por el motivo que sea, estas fiestas les sumergen en la melancolía. Es el caso del que tuvo un pasado emocional deficitario, del que padece esa carencia en la actualidad o simplemente del que terminó discutiendo con su hermano por una chorrada en plena exaltación del calor familiar. Los psicoanalistas suelen relacionar estos conflictos emocionales que generan las celebraciones navideñas con los excesos de consumo y que, según dicen, constituyen un intento de calmar la ansiedad que provocan. En Navidad compramos mucho, sobre todo para los niños a los que con frecuencia pretendemos hacer felices dándoles todo lo que no tuvimos nosotros. Después nos extraña que no le presten atención a un determinado objeto o ni se molesten siquiera en ver el contenido de una caja. Juguetes carísimos que dos días después yacen olvidados en un rincón desplazados por el regalo estrella. Una saturación a la que no somos ajenos los adultos, que con frecuencia intercambiamos presentes perfectamente inútiles o que incluso nos cabrean porque consideramos ofenden nuestro sentido del gusto. Tanto es así que entre las familias va imponiéndose el hábito de adjuntar el tique de compra al regalo con el objeto de poderlo cambiar sin problema ninguno. El fenómeno está ya tan asumido que durante las jornadas inmediatamente posteriores a la Navidad una buena parte del trabajo en tiendas y grandes almacenes lo dedican a cumplimentar cambios o devoluciones.

La falta de acierto no es, sin embargo, el efecto más grave de la compra compulsiva, lo peor son los estragos ocasionados en la tarjeta de crédito. Ese rectángulo plástico de colorines al que los críos, en su ignorancia, atribuyen propiedades mágicas habrá dejado exhausta la cuenta corriente que hace sólo unas semanas contemplamos vivificada por la paga extra. Los números rojos amenazan justo en el momento en que anuncian rebajas y debiéramos aprovecharlas para adquirir todo aquello que realmente necesitamos. La Navidad es una prueba muy dura para el cuerpo, el alma y el bolsillo, y superarla con éxito constituye toda una hazaña. Menos mal que disponemos de 11 meses para recuperarnos.

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