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Columna
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Apoteosis ideológica (5)

El integrismo ideológico en su doble versión, islamista y norteamericana, domina, en estos inicios del siglo XXI, el paisaje político mundial, con la coartada siempre a mano de los valores democráticos recitados según el rito único del social liberalismo (vid el último Fukuyama y la conversión del choque de civilizaciones de Huntington en loa a la convergencia islamo-occidental). La miseria del pensamiento, la mediocridad de las Artes y el horrible tedio literario acompañan, en nuestra sociedad de la insignificancia (Castoriadis), un acontecer histórico cuyos signos distintivos son la mentira, el miedo, la violencia y la ignominia. Sin que descabalada nuestra última trinchera, la modernidad, tanto en su versión humanista e ilustrada como en la marxista, sepamos a que recurrir. Por lo demás la revolución conservadora norteamericana y en especial el reaccionarismo ideológico USA, de que me he estado ocupando estas últimas semanas, necesitan, del vacío generado por la conjunción perversa de dos de las fases -premodernismo y antimodernismo- que distinguió Habermas en su reflexión sobre La modernidad: un proyecto inacabado (Ensayos Políticos, Península, 1988). De su interacción surge la mal llamada Postmodernidad que en la multiplicidad de sus significados y formas enuncia su verdadero propósito: deshauciar la idea de progreso, deslegitimar la razón y su potencia liberadora y poner fin a la convivencia antagonista de la modernidad prometéica de la técnica y el crecimiento con la modernidad cultural de las delicias del ego y de la microsocialidad desagregada. Baudelaire y Rimbaud son sus abanderados, el dadaismo su culminación. La confrontación entre las dos modernidades tenía que vencerse del lado de la segunda. En ella, en la tardomodernidad, el heroísmo está en la huida, la totalidad en su fraccionamiento. Albrecht Wellmer nos recuerda (On the Dialectic of Modernism and Postmodernism, Praxis International 1985) que lo propio del postmodernismo es el unmaking de Ihab Hassan, cuyo despliegue percibimos en los ready-mades de Marcel Duchamp, los collages de Hans Arp, las máquinas autodestructivas de Jean Tinguely, las obras conceptuales de Bruce Nauman, que apuntan desde sus diferentes esquinas, a la implosión de la realidad y del sujeto en ella que sólo en el deshacimiento, en la episteme foucaultiana de la deconstrucción encuentra su destino último.

Pero hacían falta palabras, categorías para decir el deseado descalabro de una racionalidad que se pretendía universal y omnipotente. Jean-François Lyotard militante gauchista de Socialisme ou Barbarie y de Pouvoir Ouvrier, bascula hacia el otro bando, y tomando pie en un encargo del gobierno de Canadá para analizar la condición epistemológica de las ciencias naturales, produce La condición postmoderna (Paris 1979) a la que una serie de circunstancias, ajenas al texto aseguran una injustificada notoriedad. Partiendo de una concepción de Wittgenstein sobre los juegos de lenguaje, e instalado en el relativismo cognitivo, construye su teoría de la metanarratividad banalizadora al extremo. Desde ella se lanza a la descalificación de todos los grandes relatos de los que quiere expurgar la historia del mundo. Claro que se trata de una expurgación selectiva. El marxismo en primer lugar, el socialismo clásico, luego y tras el espíritu hegeliano y los valores de la ilustración, el golpe final a Keynes y a sus equilibrios. ¿Qué nos queda? Evidentemente el capital "que no tiene necesidad de legitimación alguna... pues esta presente en todas partes como necesidad y no como finalidad" (Le postmoderne expliqué aux enfants, Paris 1986). Como nos recuerda Perry Anderson -The origins of Postmodernity, Verso, Londres, 1998- para Lyotard el triunfo del capitalismo era inevitable pues derivaba de un proceso de selección natural anterior incluso a la propia vida humana. La extinción de las grandes narraciones ha hecho posible la aparición de esta fábula cósmica del capitalismo en la que sólo tienen sentido la energía sideral y el nihilismo hedonista. Sus epígonos -Gilles Lipovetski, Paul Yonnet, Michel Maffesoli etcétera- trivializan ad nauseam los temas de esta ideología-soft : la exaltación de la antitragedia, el elogio del aburrimiento, la permisividad blanda y sin límites, la gestión sin entusiasmo del placer. ¿Qué mejor oponente podía pedir el integrismo que esta autosatisfecha ideología de la resignación, que este jubiloso consenso en torno a la apatía colectiva, a la molicie de masas?

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