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Perplejidades y sentimientos de un ponente constitucional

No estoy nunca muy inclinado a reflexionar partiendo de sentimientos. Siempre, y más si estoy en un ámbito académico, prefiero aproximarme a los temas desde la razón. He dicho alguna vez que me encuentro incómodo ante la penumbra y la oscuridad, al igual que ante la excesiva claridad. Me muevo a gusto en los claroscuros de un pensamiento no anclado en lo absoluto. Suelo intentar comprender otras posturas y moverme siempre en la moderación, que es hija de la Ilustración, y alejarme de los extremismos. Confieso también que detesto el pensamiento interesado, las falacias políticas, los agravios ficticios, los abusos y el uso hipócrita de la mentira en la acción política y social. Vienen a cuento estas reflexiones previas para explicar las razones últimas de algunos sentimientos y perplejidades que me producen actitudes políticas en torno a nuestra Constitución veintiséis años después de su aprobación.

Es sabido que la Constitución se redactó en un momento de enorme dificultad, recién salidos de la dictadura, con una historia constitucional tormentosa y siempre con textos de medio país contra el otro medio. Creo que salimos con bien del paso con un gran pacto social donde todos, con alguna pequeña excepción, dieron su visto bueno y su apoyo al texto resultante. Los que no lo dieron se aprovecharon también y, quizás, en mayor medida que los demás. Hoy nadie discute ni las grandes líneas de la llamada parte dogmática -el Título de los Derechos y Libertades- ni la parte orgánica -la organización de los poderes y la producción normativa-. Más del ochenta por ciento de los ciudadanos representados en los partidos del consenso y confirmados en el referéndum apoyaron la Constitución en su origen y creo que ese apoyo ha crecido con el paso del tiempo. Por otra parte, nadie discute una amplia mayoría del texto en vigor. Con esos datos resulta sorprendente que, de vez en cuando, algún profesor ilustre o algún político con mala memoria descalifiquen el texto como no representativo y como resultado de presiones y de cesiones excesivas. Es una crítica a nuestra transición política que carece de todo fundamento. Sin ningún triunfalismo se puede decir que estamos viviendo el más largo periodo de paz y estabilidad de nuestra historia moderna. Ni el terrorismo de ETA, en momentos muy sangriento y brutal, ni el nuevo que nos condujo a la masacre del 11 de marzo han conseguido desestabilizar nuestra democracia.

El tema principal de confrontación, dejando aparte la postura de la Iglesia Católica, que se acomoda mal al modelo de laicidad resultante de la Constitución, se sitúa en lo que se llamaba "la cuestión regional" y que hoy se presenta como cuestión autonómica y que deriva del Estado compuesto que se organiza en el Título VIII.

Hicimos un enorme esfuerzo de construcción política y también de generosidad y sólo rechazamos a los nacionalismos español y periférico que se considerasen incompatibles. La unidad de la Nación española, poder constituyente y soberano, era compatible con naciones culturales a las que la Constitución reconocía y organizaba junto con las regiones en Comunidades Autónomas. Igualdad y solidaridad son los principios básicos de nuestro Estado compuesto, sin que esas naciones culturales dentro de España, nación de naciones y de regiones, tengan más competencias diferentes que las que derivan de los propios hechos diferenciales y de las normas especiales recogidas en la Constitución sobre el tema fiscal para Navarra y el País Vasco. Esta forma de organización tiene una aprobación muy generalizada y sólo sectores nacionalistas españoles no aceptan que la referencia a las nacionalidades signifique su reconocimiento como naciones culturales o como comunidades nacionales y, a su vez, los nacionalistas de los sectores más radicales de lo que ellos mismos llaman comunidades históricas, no aceptan ni su equiparación jurídica con las regiones ni que estén insertos en la nación España.

Esta incomunicación entre nacionalismos excluyentes coloca a quienes pretendemos una superación y una interpretación compatible de ambos nacionalismos en una situación compleja, con la fractura en dos posiciones irreconciliables. Los últimos años del Gobierno de Aznar supusieron un auge de la primera intransigencia, la de un nacionalismo español incompatible, y cuando Rodríguez Zapatero desplaza del Gobierno a esa tendencia emerge con más fuerza la antítesis, que no acepta la idea de España como nación abrazadora o englobadora, posiblemente envalentonada por unos resultados electorales.

Y nos encontramos en una situación que genera desconfianzas que, además, se acrecientan ahora por actitudes muy extremas de esos nacionalismos radicales. La aprobación del plan Ibarrexte en el Parlamento Vasco es el signo más evidente de ese desafío sin fin. Parece que ambos se alimentan desde sus posiciones antagónicas, que rechazan lo que hay de rechazable en cada uno y, también, aquello que se puede defender y que es compatible con su contrario. Se rechazan en bloque las razones del adversario, las malas y las buenas, desde la dialéctica amigo-enemigo.

Así, desde sectores de ese nacionalismo español incompatible se rechaza que Cataluña se pueda denominar en su Estatuto Comunidad Nacional, lo que a mi juicio es perfectamente compatible con el reconocimiento de las nacionalidades del artículo segundo. Por su parte, el nacionalismo periférico defiende en algunos sectores la independencia, lo que es posible en una situación democrática si no crea un claro y presente peligro de violencias, pero también desborda los límites al no respetar la santidad de las reglas de juego y de los procedimientos; el plan Ibarretxe es el mejor ejemplo de ese modelo patológico. Sectores del independentismo catalán o gallego, que tienen todo el derecho a expresar su posición, exceden también de lo razonable cuestionando las reglas de juego, con una ausencia de esos grupos a la conmemoración de la Constitución del 6 de diciembre en el Congreso de los Diputados y con manifestaciones que, en algunos casos, faltan el respeto a la norma constitucional y a valores y símbolos que la representan, como la bandera constitucional. Parece que sus banderas tienen todo el derecho a existir, mientras que la de la nación española es abusiva si se exhibe. El forzar la Constitución de una manera infantil pretendiendo hablar catalán en el Congreso de los Diputados, frente al artículo tercero de la Constitución, es una descalificación de las reglas que se acrecienta cuando se conoce el rechazo a que los parlamentarios pue-dan hablar castellano en el Parlament. Podríamos seguir con muchos ejemplos, entre los cuales no es menor la utilización de los términos Cataluña y España como conceptos diferentes, o el doble rasero a la hora de medir la libertad de expresión. Puede ser contraproducente autorizar una pancarta en el Nou Camp sobre las Olimpiadas en Madrid 2012 mientras que se exhibe otra que dice "Catalonia is not Spain". Es verdad, además, lo que dice la pancarta, pues sería excesivo afirmar que sólo Cataluña es España: para ser rigurosos debería decir "Catalonia is a part of Spain". Curiosamente, esos independentismos periféricos pretenden la separación política manteniendo el statu quo actual en las relaciones económicas, lo que no deja de ser oportunista, contradictorio y hasta pintoresco.

Todos estos desplantes, estos desencuentros, estas incomunicaciones y, por qué no decirlo, esta falta de respeto mutuo nos colocan a los defensores del espíritu constitucional en una posición difícil y con sentimientos encontrados, con perplejidades y con dudas sobre qué hacer y cómo comportarse para que el espíritu de compatibilidad pueda imponerse frente a los fraccionalismos. Si se defiende la corrección de incorporar el término "comunidad nacional" a la denominación de Cataluña en su "Estatut" seremos rechazados y acusados de antiespañolistas por una parte; no podremos evitar la desconfianza, como ya ocurre, de la otra; y tampoco nuestra propia sensación de ser utilizados para apoyar una categoría que posteriormente sea a su vez utilizada para reclamar la soberanía y la independencia. Si defendemos el papel del castellano o de la bandera o la igualdad de instituciones y de normas entre todas las comunidades autónomas, seremos vistos como sospechosos y descalificados por los radicales del nacionalismo.

A veces tengo la sensación de que defender la idea de España como nación es considerado desde estos sectores como un nacionalismo excluyente, porque niegan que España sea una nación y establecen su interlocución con Castilla y no con España, como ha hecho a veces Jordi Pujol. Costó mucho recuperar las ideas nacionales de las comunidades con hechos diferenciales y nos encontramos con que ahora surgen en ellas posturas de rechazo con relación a España como las que ellos sufrieron.

Ambas posiciones extremas contribuyen con sus excesos a fomentar la distancia y a intentar romper cualquier comunicación o cualquier consenso. Parece que ese espíritu de enfrentamiento no ha calado en la ciudadanía, donde las relaciones entre unos y otros son mucho más normales, pero a fuerza de insistir en esa mentalidad amigo-enemigo se puede contagiar a la población o distanciarla de una política que tensiona constantemente. Mi experiencia es que la gran mayoría está por una convivencia basada en la Constitución y por disfrutar de la sociedad democrática que consagra. No se puede querer reformar la Constitución y al mismo tiempo despreciarla e insultarla. Ése es mal camino para el encuentro y no deberían quienes lo propugnan lamentarse de que las mayorías no acepten ni siquiera esa parte de sus pretensiones que es compatible. No deberían unos y otros echar más leña al fuego. Forzar y tensionar puede ser contraproducente y cerrar más al adversario. Queda mucho trabajo para la estabilidad y para una paz libre, segura e igual que amplíe el ya sólido consenso de 1978.

Unos trabajamos en esa línea y otros parecen empeñarse en poder dificultar el proceso, en maldecir en vez de colocar una luz en la barricada.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.

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