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El mundo 'ex' y los herederos sin herencia

Durante la última década del siglo que tenemos a nuestra espalda empecé a escribir un libro sobre el "mundo ex" y sus habitantes o participantes: los "ex" de los que yo formaba parte. Al retomar hoy, en el umbral de un nuevo milenio, este mismo debate, me doy cuenta de que el fenómeno sigue estando presente y de actualidad. Quizá no menos que antes. Tengo poco que cambiar en las valoraciones hechas hace más de diez años. La posguerra fría habrá visto a una parte del mundo vivir una existencia en cierto modo póstuma: un ex imperio, numerosos ex Estados y ex pactos entre Estados, muchas ex sociedades, ex ideologías, ex ciudadanías y ex pertenencias, y también ex disidencias. Era legítimo preguntarse qué significa, en realidad, ser ex o denominarse ex. ¿Haber sido ciudadano de una ex Europa más o menos liberada, de una ex Unión Soviética disgregada, de una ex Yugoslavia destruida? ¿Haberse convertido en un ex socialista o ex comunista, ex alemán del Este, ex checoslovaco -es decir, sólo checo o sólo eslovaco-, miembro de un ex partido o partidario de un ex movimiento, o qué se yo qué más? ¿No ser ya -o no querer serlo más- lo que se ha sido o lo que se presumía ser?

El Este no tiene el derecho exclusivo sobre el estatuto de "ex". En Occidente y en otros lugares se conocen ex estalinistas, ex colonialistas, ex sesenta y ocho, toda una ex izquierda que se ha convertido en una nueva derecha, una antigua derecha convertida al "neoliberalismo", una ex democracia cristiana dividida entre derecha e izquierda, una ex socialdemocracia bastardeada en la que se han injertado algunos ex progresistas arrepentidos; un ex socialismo occidental que se ha alejado de sus propias raíces; un ex gaullismo al que le cuesta reengancharse a su pasado; un ex gorbachovismo que no tiene ni pasado ni futuro en su país, todo tipo de ex revisionismos o de ex desviaciones vistas quizá como una forma de ortodoxia. Probablemente, mañana se hablará de una ex Europa, anterior a la Comunidad y a una Unión Europea que se está ampliando, renegando de un viejo continente inerte e indeciso, culpable por muchos motivos. Hay un olor a antiguo régimen en Europa, un olor a infección o a podrido (encuentro este diagnóstico en la prensa diaria). La moral parece adaptarse a las mil y una formas de cambiar de chaqueta, dispuesta a considerar cualquier rigor como una supervivencia.

El estatuto de "ex" es más grave de lo que parece en un primer momento: ese "ex" es visto como una marca, quizá como uno de los estigmas. Es, de vez en vez, un lazo, involuntario, o una ruptura, deseada. Puede tratarse de una relación ambigua, tanto como de una cualidad ambivalente. El sentido de lo que puede definirse como "ex" y la actitud adoptada con respecto a él varían de un caso a otro. Ser "ex" es, por una parte, tener un estatuto mal determinado y, por otra, probar una sensación de incomodidad. Todo ello concierne tanto a los individuos como a la colectividad, tanto a su identidad como a las modalidades de su existencia: una especie de ex instancia, al mismo tiempo retroactiva y superpuesta. El fenómeno es al mismo tiempo político (o geopolítico, si se prefiere), social, espacial y psicológico. Plantea más de una cuestión moral y pone en tela de juicio una moral anterior.

"Ex" no se nace, se hace. Hay en marcha muchas negaciones, reajustes del pasado o del presente, autojustificaciones o ajustes de recorrido, huidas hacia delante o hacia atrás, modos de rehacer o de deshacer, si no la propia vida, al menos la autobiografía. Algunos "nuevos intelectuales" de la ex Europa del Este, que sin embargo fueron pilares de la sociedad de ayer, destacan en este juego de recuperación o de escondite. Los miembros de la vieja nomenklatura -ex dignatarios o ex oficiantes, ex directores de empresa o de conciencias- vuelven a escena después de una salida temporal. El antiguo régimen, es cierto, no ha tenido ningún presentimiento de su próximo final. El ex aparato saborea la victoria de la que se adueña. La cuestión del sentido o de la finalidad de la historia es la última preocupación de los exégetas.

La conmoción por lo que ha ocurrido en la ex Europa llamada del Este ha sido tan violenta como imprevista. Las transiciones, aunque mal aseguradas, prevalecen aún sobre las transformaciones. A estas últimas les cuesta imponerse o, cuando se realizan, parecen a veces grotescas. La democracia proclamada aparece más a menudo con las características de una democratura (acuñé este término a principios de los años noventa del siglo ya pasado para definir un híbrido entre democracia y dictadura). Un populismo penoso siempre ha estado dispuesto a apoyar a regímenes de este tipo. El laicismo ha sido poco popular en gran parte del Este y de Occidente. El "juguete nacional" nunca ha perdido su atractivo. La cultura nacional se convierte fácilmente en ideología de la nación y desemboca en proyectos nacionalistas. Una utopía grandiosa, nacida en el corazón de Europa occidental y bruscamente trasplantada a un Este subdesarrollado, ha generado bastante más que un fracaso: también los valores que la inspiraron se han descalificado. La idea de una emancipación desaparece del horizonte. No se trata sólo de los signos de un estado de cosas alterado: todo un mundo, al derecho y al revés, se convierte en un ex mundo. Sus propios habitantes, incluso cuando lo abandonan, no dejan de llevar su huella. Yo intento dar testimonio de una especie de confesión.

Nuestros discursos están casi inevitablemente desfasados, su centro de gravedad parece desplazado. El mundo "ex" está lleno de herederos sin herencia, de diversas mitologías que se excluyen mutuamente: reediciones del pasado y del presente, imágenes disparatadas, reunidas a la ligera, pantallas superpuestas de prisa o rejillas de lectura mal aplicadas, paradigmas cuestionados por su misma definición. Las utopías y los mesianismos se colocan entre los accesorios de un pasado irrecuperable. Una actualización de la fe y de la moral sólo se persigue en ámbitos limitados. Un pos

-modernismo intenta, sin demasiado éxito, imponerse al arte y al pensamiento para reemplazar lo que hace poco se aclamaba como "moderno": un ex modernismo criticable, desde luego, pero no insignificante. Las vanguardias, que han proclamado y representado sus papeles, están ya "clasificadas". Las fuentes de la gran literatura, generadora de símbolos, parecen agotadas. Formas de deconstrucción tienden, sin mucha esperanza, a sustituir síntesis poco satisfactorias. Una nueva historia se niega a someter la larga duración a la criba de los acontecimientos, como hacía la anterior. La vieja universidad no consigue reformarse. La invocación de la "imaginación al poder" ya se ha olvidado. Sólo con grandes dificultades logra toda una ex cultura adueñarse de las innovaciones ofrecidas o solicitadas por la tecnología. En cada uno de estos casos, nos enfrentamos a una realidad ya caducada que, sin embargo, no cesa de arrastrarnos: es difícil de soportar, es imposible librarse de ella. Muchas épocas han conocido un estado de cosas análogo, pasado y presente a la vez. Es uno de los rasgos predominantes de la nuestra, que parece concluir bajo el signo del "ex".

Hace cien años, un fin de siglo, al alargarse, determinaba una forma de vida. Nuestra posmodernidad rechaza los estilos preexistentes sin encarnar ninguno.

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