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Reportaje:CLÁSICA EL PAÍS

Wagner y Venecia

EL PAÍS ofrece mañana, por 2,95 euros, el último libro-disco de la colección Clásica, una selección de fragmentos del compositor alemán en versiones de Uri Caine

La colección Clásica de EL PAÍS se cierra con dos volúmenes dedicados a Richard Wagner (1813-1883). El primero de ellos, aparecido el miércoles pasado, es la imagen de la ortodoxia: el gran Hans Knappertsbuch dirigiendo, u oficiando, fragmentos de Tristán e Isolda, Los maestros cantores y las dos últimas jornadas de El anillo del Nibelungo. Mañana es justamente lo más opuesto: un pequeño sexteto de cámara, Uri Caine Ensemble, interpreta algunas de las páginas más populares del autor -de Lohengrin, Tannhäuser, Tristán e Isolda, Los maestros cantores o La valquiria- al aire libre en Venecia, bien desde el café Quadri, en la plaza de San Marco, o bien desde el hotel Metropol, en la Riva Schiavoni. Es la imagen de la heterodoxia, de la naturalidad creativa, de la fantasía.

El grupo de Uri Caine está formado en esta ocasión por dos violines, violonchelo, contrabajo, piano y acordeón. La grabación es de junio de 1997, y a ella se incorporan, en sonido directo, los murmullos de la calle, de la gente que pasa, de las campanas que suenan, de los aplausos de un público cautivado. Se abrió esta serie de 50 libro-discos con un Bach rebosante de libertad interpretativa y se cierra con un Wagner que amplía fronteras desde la más absoluta cotidianidad. Fresco, atrevido, espontáneo. Yo encuentro que es un complemento ideal al de Knappertsbuch, pero, en fin, esta afirmación me ha costado alguna discusión. No creo que sea un Wagner tan irreverente como a veces se ha dicho. Pero ustedes opinarán. Después de 49 números de estéticas dispares les proponemos la última aventura: Wagner en la más descarada modernidad, aunque sin dejar de ser él mismo. Wagner, digámoslo así, resucitado, con algunos tics del tiempo recuperado. En formato de cámara, de bolsillo. Totalmente diferente a lo que se escucha normalmente.

El compositor alemán está enterrado en el jardín de la parte trasera de la casa-museo Wahnfried en Bayreuth, pero murió en Venecia en 1883. Sus restos mortales no se quedaron en la ciudad de los canales como los de otro de los reyes de la ópera, Claudio Monteverdi, que yace en una humilde tumba en la iglesia de I Frari, cerca de la de Ticiano. Richard Wagner compuso en Venecia el maravilloso segundo acto de Tristán e Isolda. Concretamente, en el palacio Giustinian. Curioso personaje. Se las arreglaba para vivir -o inspirarse- en algunos de los lugares más bellos de Europa. En una villa del lago de los Cuatro Cantones (Lucerna), en Ravello, en Sicilia. Venecia le fascinó. "Respiré por primera vez este aire siempre igual, delicioso, limpio; la naturaleza mágica del lugar me mantiene en un encantamiento melancólico-afable, cuya energía surte en todo momento un efecto benéfico", afirmó. Wagner es devuelto por Uri Caine desde ese encantamiento melancólico-afable de Venecia. La melancolía no solamente procede de un sonido tan atípico al compositor como el del acordeón, o de ese aire de jazz que viene del piano o de la cuerda baja. Es algo más. Es el reflejo expresivo de la música de Wagner en su dimensión más desnuda, transmitida desde la familiaridad, fiel a la emoción de las líneas esenciales y, sin embargo, sin ningún tipo de retórica. Es un Wagner sencillo. ¿Una contradicción? Pues sí, qué duda cabe, pero también posibilita otro tipo de acercamiento.

Las recreaciones de la obra de un artista siempre serán caldo de discusión. De hecho, lo han sido y lo son. Es lícito pensar que si un creador ha escrito su obra de una manera determinada, lo mejor que se puede hacer es tratar de respetarlo. Sin embargo, algunas adaptaciones, si no caen en la tentación de suplantar al original, pueden añadir detalles y planteamientos que amplían las perspectivas y el alcance de la obra. El tiempo pasa, el lenguaje musical enfila otros derroteros y la sensibilidad se transforma. No es fácil, en cualquier caso, perpetuar la memoria de un autor vistiéndolo de una manera que no es la suya, por mucho que se insista en la adecuación a otras voces, otros ámbitos. En el caso de Wagner, con toda su carga asociada de arte como religión, todo se complica aún más. Por ello, esta grabación es una apuesta de alto riesgo que, curiosamente, ha levantado entusiasmos tan eufóricos como firmes reservas. Los fragmentos elegidos están entre los más populares del autor. De las óperas románticas de la primera época están representadas las oberturas de Tannhäuser y de Lohengrin, de esta última tanto la del primer acto como la del tercero. De Tristán e Isolda se ha escogido el preludio, pero acompañado de la muerte de la protagonista. No falta desde luego la cabalgata de las valquirias y tampoco la seguramente más conocida de sus oberturas, la de Los maestros cantores. Hasta aquí todo discurre por los caminos de lo convencional. Lo verdaderamente original viene de la incorporación de algunos ritmos de músicas populares y, sobre todo, del sonido del acordeón, un instrumento al que están recurriendo con frecuencia los compositores modernos, tal vez por la nostalgia popular que posee. Peter Eötvös, por ejemplo, lo utilizó en su extraordinaria ópera Tres hermanas, inspirada en Chéjov.

Uri Caine es de Filadelfia. Nació en 1956 y bebió de las fuentes del jazz, en concreto de Oscar Peterson y Herbie Hancock. Su faceta como pianista tiene allí su territorio preferido. Las grabaciones más audaces las lanza desde el sello Winter &Winter regentado en Múnich por Stefan Winter, un empresario tan audaz como lleno de talento. Caine afronta sin prejuicios lecturas muy particulares de Beethoven, Mahler, Schumann, Bach o Schubert, entre otros. Y Stefan Winter no solamente no las hace ascos, sino que las potencia con esmero.

La colección Clásica de EL PAÍS se despide así con una ventana abierta a la creación más osada pero sin perder de vista la tradición.

Richard Wagner.
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