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Columna
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Patria y conciencia individual

Hace tiempo que la democracia occidental concibe el interior de los ciudadanos como un recinto inviolable que el Estado no tiene legitimidad para forzar. El Estado se abstiene de indagar en la intimidad de las personas a efectos religiosos, filosóficos o sexuales. Cualquier carácter constitutivo de las personas (sexo, raza, religión, ideología, orientación sexual, etcétera) queda protegido de la discriminación y sometido a un exquisito respeto por parte de los poderes públicos. Lo paradójico, e incluso lo ridículo, es que el Estado aún mantiene una sangrante herida en la intimidad de muchas personas, una herida en la que ahonda sin piedad y donde no tolera la más mínima disidencia: la conciencia nacional.

Ya es hora de delatar, intelectualmente hablando, a algunos confusos administradores de la tolerancia universal
Lo paradójico es que el Estado aún mantiene una sangrante herida en la intimidad de muchas personas: la conciencia nacional

Cualquier Estado que se dice democrático respeta las creencias de la ciudadanía en un abanico amplísimo de temas, salvo el de la afección nacional. Por eso es tal la resistencia de los poderes públicos a admitir, siquiera en hipótesis, que en su seno se desarrolle una conciencia nacional distinta a la admitida y por eso la idea de que existen Estados indiferentes a esas realidades supone una vergonzosa añagaza a favor de la nacionalidad constituida.

El respeto a las creencias, además, no excluye su manifestación pública. El Estado no asumirá una religión concreta, pero por supuesto que permitirá y garantizará la manifestación pública que católicos, musulmanes o cualesquiera otros creyentes realicen de su fe. El Estado democrático, así mismo, no será comunista o conservador, pero evidentemente permite que en su seno se manifiesten, de forma pública, las personas o agrupaciones que profesan una u otra ideología. Lo proscrito, lo no tolerado, es una afección nacional distinta a la oficial.

Se podrá argüir que el Estado no puede penetrar en la conciencia individual, y que en ella siempre habrá un recinto donde el patriotismo no reconocido pueda florecer, como una planta secreta y clandestina. Pero ocurre que los patriotas no reconocidos no aspiran menos que los católicos, los comunistas o los homosexuales a mostrarse públicamente, a manifestar esa porción de su identidad y a que sea reconocida como tal por los poderes constituidos, sin objeción ni omisión de ningún tipo.

Hace mucho tiempo se habría desvelado esta flagrante contradicción (que espantará, sin duda, a los ciudadanos de siglos futuros, como hoy nos espanta la existencia en otro tiempo de religiones obligatorias) de no ser por un fenómeno sobrevenido. Muchos países formados por aluvión, por una intensa corriente migratoria (Estados Unidos o Argentina serían buenos ejemplos) han reforzado el nacionalismo de Estado. Al Gobierno de Norteamérica le interesaba que las enormes aportaciones demográficas llegadas de Europa a principios del siglo XX interiorizaran cuanto antes su nueva nacionalidad. Claro que, a cambio, el inmigrante se encontraba dispuesto a asumirla, sabedor de que era el mejor modo de lograr su completa integración.

Este fenómeno aún es visible. En Estados Unidos, mareas de inmigrantes modernos se consideran norteamericanos (e impetuosamente patriotas) antes de conseguir la nacionalidad oficial. Pero ya hay indicios de que la verdad comienza a abrirse paso: todos reconocemos que los países "nuevos" mantienen un patriotismo exacerbado (Estados Unidos sigue siendo el mejor ejemplo) mientras que en Europa los más lúcidos asisten con una generalizada frialdad a las manifestaciones extremas del nacionalismo oficial.

Esta invasión en la conciencia individual de las personas incomoda, como es obvio, a los auténticos demócratas y les suscita íntimos e inconfesos problemas de conciencia, pero no les permite conducirse con coherencia cuando su nacionalismo coincide con el del Estado, del mismo modo que sin duda los católicos o los comunistas serían siempre, como bien demuestra la historia, los últimos en sentirse agraviados porque un Estado se declarara católico o comunista oficialmente. Pero la contradicción existe, y sería de desear que los verdaderos demócratas, fuera cual fuera su patria del alma, exigieran que el poder constituido reconozca su incapacidad para imponer a las personas afecciones nacionales. Se trata de un ominoso asalto al círculo más íntimo. Ya es hora de que el laicismo, por llamarlo de algún modo, alcance también a estas cuestiones y ya es hora de delatar, intelectualmente hablando, a algunos confusos administradores de la tolerancia universal.

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