De Madrid al suelo
Estas navidades dejarán recuerdo en la memoria de los madrileños. Por una parte tenemos levantadas un sinnúmero de calles, sin duda por necesidades ineludibles, ya que cuesta trabajo pensar que esta devastación se lleve a cabo por capricho o maldad. Es muy posible que algo tuviera que ver con la presumible radicación de unos Juegos Olímpicos en la capital y que los responsables municipales hayan decidido que todo debe funcionar correctamente en el curso de tan deseado evento. Por otro lado -y eso podría explicar el silencio oficial con que se están llevando a cabo las obras- puede que nos estemos dotando de defensas subterráneas contra posibles agresiones terroristas. O quizás, ante esa siniestra posibilidad, alguien haya planteado un adiestramiento paulatino de la población civil de manera que cualquier hecatombe no nos pille por sorpresa. Es decir, que si un maldito ataque se abatiera sobre la ciudad, con proporciones catastróficas, ello no supusiera un choque brutal con la sensibilidad de los habitantes que, al ver el estropicio de una demencial acción atómica, no encontraran mucha diferencia entre lo que quedara y lo que nos están dejando.
Desde los primeros días del otoño se desarrolla una amplia ofensiva contra la población civil. No hablemos de lo que parecieron sucesos aislados, que destruyeron alguna central eléctrica, necesariamente enclavadas en el ámbito urbano, más que cercanas, vecinas de edificios habitados, gasolineras repletas de combustible y depósitos o conducciones de gas. Los vecinos nos vamos habituando a este tipo de sucesos que tuvo masivo ejemplo cuando el otro día fue preciso desalojar, en cinco minutos, nada menos que el estadio Bernabéu. Allí la afición, tanto madrileña como forastera, ofreció un increíble espectáculo de serenidad que merecería entrar en el Libro Guinness de los Récords.
Aparte de la experiencia del Madrid asediado durante la Guerra Civil, no fueron tantas las tragedias urbanas que afligieron sus anales. Fue una referencia, de la que tengo infantil recuerdo, el incendio del teatro Novedades, donde la mayor cantidad de víctimas la ocasionó la muleta de un espectador cojo, que se atravesó en una escalera y provocó el hacinamiento de quienes huían despavoridos. Han pasado muchos años y hemos ganado, colectivamente, en valor, sangre fría y sensatez. Por esto, posiblemente, no nos dicen nada acerca de las infinitas obras de supuestas reparaciones subterráneas, unas veces justificadas plenamente, otras que llevan a los vecinos a pensar en los extraños y misteriosos motivos por los que se abren zanjas paralelas en algunas calles, o se amplían aceras donde no parece haber necesidad alguna de ello. Por ejemplo, en la casi recoleta calle de Fernando el Santo, de escasa actividad comercial, donde se multiplican las oficinas y, por tanto, disminuye el número de habitantes hogareños.
Para entretener al personal, disfrutamos de iluminación, más rica y extravagante que en años anteriores. Miles de bombillas alumbran, más aún, las calles céntricas, unas veces con acierto e inventiva, como las que, en algunos bulevares, siluetean las ramas secas e invernales de nuestras acacias, plátanos y castaños de Indias. Ha recibido amplio rechazo la novedad de llevar a la luminotecnia ornamental las palabras que parecen haber sido vareadas de un diccionario. No deja de tener el encanto de lo inexplicable y ocioso, pero ya los taxistas reconocieron que distrae la atención de los conductores y que los frenazos y abolladuras, ligeras dada la lenta velocidad a la que se circula, al menos de día, no son generales porque, además de la flema, impavidez y entereza adquirida por la ciudadanía, los automovilistas poseen unos inigualables reflejos.
También llama la atención la celeridad con que cualquier alteración de la morfología callejera se ve enmarcada por esas vallas amarillas, segmentadas, con las que rodean un socavón, cierran una calle y protegen las zanjas que hacen de Madrid una Faluya occidental. Debe haber millares en los depósitos municipales y uno se pregunta cuál será su destino cuando Madrid esté terminado, si ello sucede algún día. Quizás vayan a hacer compañía a las farolas de gas y los bancos de hierro que otrora ilustraban jardines y paseos.
Es posible que todo haya sido una parsimoniosa forma de preparar el día de mañana, de los Santos Inocentes y las bromas de todo calibre.
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