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Columna
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Leyendas

Hay una depresión sobre los países nórdicos, otra en el Mediterráneo y una bolsa de aire frío en los niveles altos de la atmósfera. Por eso es un viento helado quien apura las pocas horas que nos quedan de un año que fue mucho marzo trágico, demasiadas pateras naufragadas y excesivos redobles de tambores bélicos en las no tan lejanas tierras de Mesopotamia, que huelen a oleoductos en llamas. Menos mal que el consistorio municipal de la capital de La Plana ha limpiado de chabolas legendarias algunos rincones periféricos de la ciudad, y ha trasladado a la marginación de lustros a viviendas de alquileres asequibles: es la discreta buena nueva navideña Unas fiestas navideñas que nos llegan uno y otro año envueltas en leyendas. Unas las buscamos y recordamos combatiendo el frío en un ambiente familiar; otras nos acosan con frío y sin frío a lo largo de los doce meses. Las primeras son lindas y se trasmiten de generación en generación; las segundas no han adquirido todavía ni la categoría de farsa social. Todas tienen que ver poco con hechos reales o históricos.

Entre las leyendas amables o cálidas, y con la imagen evocadora de las desaparecidas chabolas castellonenses, evocaba uno aquella narración fantástica que Alejandro Casona tradujo a una modélica prosa modernista. Hablaba de marginados y forajidos, que buscaron cobijo una noche fría en un establo, donde poco antes también habían buscado cobijo un carpintero humilde y una muchacha que acababa de dar a luz. La muchacha recién parida cura milagrosamente de la lepra al hijo de los forajidos, y el hijo de la muchacha y el pequeño leproso se vuelven a encontrar años más tarde crucificados en un madero camino del cielo, mientras el otrora bandolero le expone al Galileo que él, el ladrón Dimas, no fue otra cosa que una víctima más de la injusticia social. El republicano Casona se inspiró, al parecer, en un episodio de los Evangelios Apócrifos. Es una leyenda con más garbo entre nosotros que las manidas y foráneas de Papa Noel, sobre todo cuando se dirige uno a comprar el periódico y tropieza con el viejo retrato de las chabolas.

Claro que aquí, en esta tierra valenciana y mediterránea, tenemos en Navidad y casi siempre presentes otras leyendas muy distintas, que carecen del garbo y salero de la anterior. Tienen unos protagonistas muy poco poéticos y en los sucesos narrados no encuentra el sentido común el menor atisbo lírico o navideño. Sin ir más lejos, ahí está de nuevo la actual leyenda del cemento valenciano, que por las comarcas norteñas protagoniza Carlos Fabra, personificado en innecesario aeropuerto. Cuenta la leyenda que el mundo empresarial y el capital emprendedor se rompía los cuernos por tal de invertir en las rentables infraestructuras aeroportuarias que convertiría a los valencianos del norte en ciudadanos con un bienestar económico suizo. Nos explican los hechos que poco rentable se ofrece la inversión cuando nadie -que no sea un organismo oficial como la Generalitat o paraoficial como las cajas de ahorro- invierte un euro en tan onerosa empresa. Y quien invierte tiene garantizada la rentabilidad de su euro por parte de los poderes públicos. Así que cabe un aleluya a la libre competencia y al sistema libre de mercado. Qué importa que los hipotéticos inversores carezcan de fe. Se trata de una leyenda. La realidad es que el promotor del aeropuerto fue reelegido a la búlgara, a la comunista, presidente provincial de su partido con el 98,3% de los votos. Oído el cuento, nos quedamos con Dimas y las chabolas navideñas.

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