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Columna
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¿Adiós a la Acadèmia de la Llengua?

Recuerdo unos versos de Bertolt Brecht bastante explícitos: "La guerra que vendrá/ no es la primera./ Hubo otras guerras./ Al final de la última/ quedaron vencedores y vencidos./ Entre los vencidos,/ el pueblo llano pasaba hambre./ Entre los vencedores,/ el pueblo llano la pasó también".

He recuperado estas estrofas a cuenta de la renacida batalla lingüística que, como todas, no resulta en absoluto incruenta. Y si alguien cree que saldrá beneficiado de ella -llámese éste el Consell, Pasqual Maragall, Coalición Valenciana o quien fuera- se equivoca: también él acabará pagando la factura de esta guerra.

Fuera de nuestra Comunidad no se entiende el conflicto surgido de unas cenizas que se creían apagadas. Se produce, además, justamente cuando el término de valenciana, aplicado a la lengua hablada a este lado del Senia, es admitido por todos, sin distinción entre tirios y troyanos, entre secesionistas y unionistas. No sólo todo el mundo acepta ya que lo que aquí se habla es el valenciano -independientemente de sus raíces filológicas y del sistema lingüístico al que pertenece-, sino que esa denominación acaba de instalarse por primera vez en la Unión Europea. ¿A qué viene, pues, el lío?

Como todos, nace de una serie de despropósitos que demuestran que los políticos no son tan inteligentes como quieren hacernos creer. La cronología del enredo arranca cuando Rodríguez Zapatero pretende contentar a sus socios catalanes remitiendo las lenguas vernáculas a la UE. El ministro Moratinos -que de estas sutilezas entiende tan poco como de los demás temas que enmaraña a diario- provoca el enfado de Maragall y compañía al enviar traducciones de la Constitución en cuatro idiomas, en vez de en tres. (a estas alturas, dicho sea de paso, en los mentideros madrileños se da ya por amortizado al ministro de Exteriores y se rumorea su próxima sustitución por Trinidad Jiménez, más presentable, sin duda, que aquél).

Pero recuperemos el hilo de la madeja. El conflicto lo encona, quién si no, Josep Lluís Carod Rovira. Mientras el florentino Maragall se conforma con exportar a Europa una versión catalana idéntica a la valenciana, el dirigente independentista, en una muestra más de su irredento expansionismo pancatalanista, exige que el Gobierno central haga manifestación explícita de la unidad lingüística. Y la arma de nuevo. Como en el Cuento de Navidad de Dickens, tan propio de estas fechas, reaparece el fantasma del pasado para amargarnos la fiesta.

O sea, que un tema que tras años de bronca disputa callejera se había reconducido a los foros académicos y lingüísticos, vuelve a eruptar con una violencia política a la que no es ajeno nuestro Consell. Con una miope visión de sus posibles réditos electorales a corto plazo, acaba de dinamitar la frágil Acadèmia Valenciana de la Llengua, incapacitándola para tomar cualquier decisión que no tenga el beneplácito del Ejecutivo. Esa situación la ha descrito mejor que nadie el propio consejero Esteban González Pons con su elocuente afirmación: "Hacer prevalecer la ciencia sobre la democracia es un camino muy peligroso". En cierto modo, su actitud no dista mucho de la de aquellos ateneístas de la República que quisieron someter a votación la existencia de Dios, pues eso era "lo democrático".

¿Se imaginan que alguien hubiese vetado las decisiones de la Real Academia Española en cualquier momento desde su ya remota creación? De haberse producido semejante despropósito, la RAE habría quedado reducida probablemente a un club de viejos eruditos y el castellano se habría disgregado en una variedad de versiones dialectales, como les ha ocurrido al árabe y a otros idiomas de rica historia y amplia y contradictoria utilización.

En cambio, aquí, la pobre Acadèmia Valenciana sufre todo tipo de intervenciones y de tutelas y sus actuaciones se ven sometidas al escrutinio de los partidos políticos, al juicio de los órganos consultivos de la Administración y a las decisiones del poder Ejecutivo. A la incipiente Acadèmia ni siquiera se le permite hacer un dictamen de carácter filológico o lingüístico, que sería lo suyo.

Dadas las actuales circunstancias, sobran pues la AVL y sus bien remunerados miembros. A la tarea académica podrían dedicarse en los ratos libres los miembros del Consell, muy proclives a la labor y que tienen además ese instrumento contundente y normativo que es el DOGV. Lo malo es que, cuando cambie el Gobierno autonómico, el nuevo nos podrá imponer otros razonamientos lingüísticos de signo contrario. O sea, que estaríamos ante el cuento de nunca acabar.

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