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Columna
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Humo

A veces regresaba a casa de madrugada, después de dejar a los amigos, y a pesar de que seguramente había sobrecargado ya mis pulmones con un paquete completo, todavía me concedía un último cigarrillo antes de abrir la cama: un cigarrillo final, un cigarrillo que sirviera de epílogo en la intimidad de mi habitación, la misma en la que había iniciado el día y donde, como respetando una liturgia severa, iba a concluirlo. Sentado en la mesa en que escribía poemas, o tumbado sobre la colcha, yo aproximaba el encendedor a ese cilindro último de papel, y a continuación veía elevarse una columna de humo pálido, del mismo color de los fantasmas de las novelas, mientras una vieja tibieza que era como un murmullo y un hogar me recubría el paladar, despacio. Durante los minutos que duraba ese cigarrillo mágico, contemplaba el tránsito del humo hacia el techo, el modo en que se rizaba componiendo ondas y festones, cómo se expandía luego por todo el cuarto disolviéndose en el aire que me servía para respirar. Ese proceso por el que el humo abandona el tabaco quemado y se convierte en un halo, leí después en algún libro, es el mismo que ayuda a formar las nubes, las masas abotargadas y blancas que navegan en las alturas: se llama flujo laminar. Ahora me doy cuenta de que no resulta gratuito que el humo del cigarro y las nubes compartan origen, de que ambos pertenezcan a la misma familia: porque tanto uno como otras son hipnóticos, sirven para consolar y domesticar el tiempo, y nos ensimisman y nos hacen perdernos y volar hacia otros cielos. Muchas veces me he sorprendido observando las nubes como un bobo, preguntándome a dónde conducen, deseando acompañarlas en su vuelo a través de la atmósfera hacia el rincón opuesto de las cosas; igual que miraba el humo de un cigarrillo y deseaba ser de seda y viento para filtrarme en habitaciones prohibidas y el pecho de las muchachas sin ser advertido, sin cerraduras.

Leo en el periódico que los gobiernos de las autonomías, incluida Andalucía, se han reunido en Santiago de Compostela para estrechar aún más el cerco que se ha trazado alrededor del tabaco y llegar incluso, dicen, a ilegalizar su cultivo y su venta. No sé, yo siempre sospeché que la mera salud de un prójimo que por demás nunca ha merecido excesivos desvelos por parte de los políticos no disculpa este paroxismo de persecución y acoso: hay quien llega a identificar el tabaco con la heroína y a quien fuma en un sitio público con Jack el Destripador, lo que seguramente consuela a todos los destripadores del mundo. Yo creo que el tabaco es antipático porque en este presente nuestro de computadoras, metrosexualidad y primeros puestos la pereza es antipática, la derrota es obscena y el enfermo un apestado. Fumar, fumar en serio, detenerse a paladear el sabor de la combustión, contemplar cómo el humo dibuja ofidios y lombrices en el aire, callar y fumar sin inmiscuirse en las decisiones ni los actos de nadie, equivale a reivindicar la segunda fila, la neutralidad, el aparte, la desidia: figuras todas que la moral odia, en estos días en que hay que declararse blanco o negro, participar en manifestaciones ruidosas y condenar enérgicamente al enemigo del día. Cuesta creer en la maldad del humo: después de todo, junto al polvo y la ceniza, es el futuro que nos espera a todos.

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