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Tribuna
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¿Qué celebramos?

La Navidad es desde el siglo IV una festividad cristiana, pero fue antes una festividad pagana y en nuestras sociedades pluralistas es también, desde hace mucho, una festividad profana, un acontecimiento social que nos implica a todos, creyentes, e increyentes, católicos y protestantes, propios y extraños, mayores y niños. Las fiestas de Navidad se celebraron tardíamente en la Cristiandad porque en su origen la festividad por antonomasia, la que fundaba la originalidad del cristianismo como religión, era la Pascua de la Resurrección. Es sólo cuando el cristianismo se convierte en la religión dominante y hegemónica que comienza a cristianizar las antiguas festividades paganas del solsticio de invierno: Jesús identificado con la "Luz del Mundo" o el "Sol de la Justicia" sustituye al sol invictus de las fraternidades mitraicas. Pero, ¿qué celebramos en nuestras sociedades pluralistas cuando celebramos la Navidad? Ese pluralismo ideológico, espiritual y religioso incluye, en primer lugar, un cristianismo confesante que reconoce en la fiesta de la Natividad el acontecimiento extraordinario por el cual el Logos del Universo se encarnó como hombre, asumiendo la fragilidad de la condición humana, solidarizándose con nuestra propia fragilidad quizá para hacerse perdonar la dureza de la existencia a la que todos hemos sido arrojados sin nuestro consentimiento. Ese pluralismo de nuestra sociedad incluye también agnosticismos y ateísmos, de izquierdas y de derechas, incluye fieles de otras tradiciones religiosas, así como un conjunto que podríamos llamar cristianismo sociológico: todos ellos asumen la Navidad como una fiesta familiar, entre tradicional y comercial, fiesta que se confunde con los ritos del paso de año.

Sin embargo soy de aquellos a los que, a pesar de todo, y de la presión consumista, les gusta la Navidad

Se ha puesto de moda entre nosotros un cierto desprecio hacia estas fiestas quizá demasiado tocadas de consumismo y afectadas por su versión mediática y televisiva. Sin embargo, soy de aquellos a los que, a pesar de todo, les gusta la Navidad. Me atrevo a sugerir que hay algo en la Navidad que le otorga una fuerza y un arraigo especialísimo y que tiene que ver, en última instancia, con la verdad de una fiesta en la que se representa uno de nuestros existenciarios básicos y más fundamentales: el reconocimiento de nuestra condición necesitada, de nuestro ser deficiente, de que, a fin de cuentas, fuimos -y seguimos siendo- seres indefensos y necesitados de cuidados en el momento de nacer y lo seremos seguramente en el momento de morir. Nuestro ser constitutivo, a pesar de los logros de nuestra autonomía individual, es un ser menesteroso que necesita de una estructura de acogida y reconocimiento sin la cual no somos capaces de lograr ni siquiera nuestros objetivos biológicos mínimos. Mediante una transferencia de sentido, colocamos a nuestros hijos e hijas en la posición del Niño Dios al que los tres Reyes Magos traen de Oriente sus maravillosos regalos, pero al jugar ese juego de trasposiciones rememoramos también, consciente o inconscientemente, el recuerdo de nuestra condición infantil, dependiente, necesitada de afecto. Y celebramos finalmente el gozo de contar con una matriz de acogida en la que podemos refugiarnos de la intemperie y en el que recibimos las herramientas de reconocimiento que nos habilitan para hacernos personas. Eso es lo que celebramos en Navidad. En la Navidad nos agrupamos en el hueco -cueva- de los afectos, familiares y sociales, en nuestras comunidades personales e íntimas, pero también en aquellas otras más extensas del barrio, la ciudad, la comunidad nacional..., para asegurarnos de la solidez del suelo bajo nuestros pies y para sentirnos reconocidos, y por eso mismo personas, constituidos por lazos significativos con los otros. No es poca cosa.

Es verdad que junto a eso tenemos que hacer frente a la presión consumista de la publicidad y de la emulación social, tenemos que contar con el ruido mediático de la televisión y sus programas especiales, siempre idénticos a sí mismos, con su alegría de artificio; pero no debe sorprendernos que la Navidad, como todo lo relevante lleve también su dosis de falsificación y su sombra. Eso de ninguna manera puede hacernos perder de vista lo esencial: La Navidad como noche de amor. ¡Feliz Navidad!

Javier Otaola es abogado y escritor.

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