Errores, negligencias, responsabilidades
El autor alude a los errores en la investigación en torno a la trama asturiana de los explosivos del 11-M y a las negligencias cometidas en la lucha contra el terrorismo islamista.
Hace unos años conocí a un veterano guardia civil. Él había leído un par de novelas en las que yo había convertido en protagonistas a miembros del Cuerpo, y me felicitó por cómo reflejaba su idiosincrasia. "Pero como supongo que estará abierto a mejorar", añadió, "y por si no lo conoce, quiero regalarle este librito. Lo que ahí dice sirve para entender bastante cómo somos". Por venir la advertencia de alguien que llevaba muchos años viviendo bajo el tricornio (y era, además, hijo de guardia civil), me cuidé mucho de echarla en saco roto.
El librito en cuestión era la Cartilla del Guardia Civil, escrita o inspirada (según se afirma) directamente por el fundador, el Duque de Ahumada, y aprobada por Real Orden de 20 de diciembre de 1845. La leí y la he releído a menudo, en los últimos años. Junto a sabrosas disposiciones servidas en una no menos suculenta prosa decimonónica sobre una realidad que ya no existe, la del viejo medio rural hispano en que nació el Cuerpo, la cartilla contiene otras pautas de carácter más genérico, y que desde mi sensibilidad de ciudadano escéptico del siglo XXI encontré pasmosamente válidas a pesar del siglo y medio transcurrido. En especial las de los primeros artículos, donde entre otras cosas el Duque ordena a sus guardias ser respetuoso con los ciudadanos y nunca llamarlos sino de usted.
Uno de esos primeros artículos, en concreto el sexto, dice algo que he recordado a menudo durante estas semanas, cuando a raíz de la trama de los explosivos asturianos finalmente utilizados en el 11-M, la Guardia Civil se ha visto arrojada a un incómodo protagonismo y a una dura censura, rayana en la criminalización. Se le encomienda en dicho artículo al guardia civil: "Procurará ser siempre un pronóstico feliz para el afligido, y que a su presentación el que se se creía cercado de asesinos, se vea libre de ellos; el que tenía su casa presa de las llamas, considere el incendio apagado; el que veía a su hijo arrastrado por la corriente de las aguas, lo crea salvado; y por último siempre debe velar por la propiedad y la seguridad de todos".
Velar por la propiedad y la seguridad de todos. Velar. Seguridad. Todos. A lo largo de los años, en circunstancias muy diversas, a veces teniéndolos enfrente como abogado, me he cruzado con no pocos guardias civiles. Todos ellos, en mayor o menor medida, con mayor o menor celo o destreza, en función del carácter y la condición de cada cual, me han parecido sinceramente comprometidos con esa antigua encomienda.
Por encima de cualquier otra cosa, sin perjuicio de las humanas debilidades que como a cualquier otro (políticos, astronautas, escritores) de vez en cuando los asaltan y menoscaban. Incluso en algunos que acabaron no siendo del todo honestos he observado que no eran inmunes, con todo, al mandato un día acatado.
Por eso, en las últimas semanas, cuando he leído una y otra vez en prensa, y he oído una y otra vez en radio y televisión, acusaciones respecto a la negligencia criminal o incluso el encubrimiento doloso de delitos por parte no de uno (porque no habría bastado) sino de unos cuantos guardias civiles, que habría sido determinante para que perdieran de cuajo la vida 192 ciudadanos (192, además, de los más débiles y desprotegidos de esos "todos"), no he podido sino acordarme del artículo de la cartilla, sino profundizar en los hechos y en las opiniones sobre ellos, y a partir de ahí, y sólo como un deber cívico, he sentido la necesidad de aportar la opinión de un ciudadano que los conoce algo, que les tiene respeto y afecto pero por necesidad de su oficio mantiene su independencia y no ha prestado ningún juramento de lealtad al Cuerpo. Por si a alguien le puede servir.
Repasemos lo que sabemos de los hechos. Un buen día de 2001 un confidente no habitual dio un soplo sobre unos tipos que andaban enseñando y ofreciendo explosivos. Se investigó a los tipos, y resultó que ya habían sido detenidos por la Policía, por tráfico de drogas y otras industrias ilegales, y que les habían intervenido unos cuantos cartuchos de dinamita. Los tipos estaban detenidos, los cartuchos requisados y ni el juez ni la delegada del Gobierno en Asturias le dieron mayor importancia al asunto del explosivo.
En Asturias circula la dinamita a puñados, distraída por los mineros en las voladuras. Se usa para pescar y arrancar árboles gordos, y cuando se le mete mano a uno por ello el fiscal suele ser reacio a acusar: es una costumbre inconveniente, pero arraigada, los mineros despiertan simpatía social, todo suele quedar en una infracción administrativa. Y en fin, los malos están en la cárcel.
No han hablado con ningún integrista, y menos con etarras (que no compran el explosivo a chorizos: o se lo fabrican o lo roban directamente ellos). Por otra parte, en ese momento el terrorismo islamista es algo que preocupa tan poco al Gobierno que apenas hay una treintena de guardias dedicados a ello en toda España. Y ninguno en Asturias
Un buen día de 2003, otro confidente, esta vez un marroquí que informa habitualmente a la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, da el soplo de que unos tipos, los mismos, andan por ahí ofreciendo explosivos. El confidente ha dado algún soplo bueno (y muchos malos), por lo que hay que investigar.
Se sigue a los sospechosos, parece que sin conectarlos con la denuncia de dos años atrás, un fallo. Del seguimiento no resulta que se estén moviendo fuera de Asturias, por lo que se pasa el asunto a la comandancia local. A partir de aquí difieren las versiones. Se duda si el asunto no se siguió más porque cada uno pensó que el otro andaba en ello, o si se montaron equipos de coordinación que no funcionaron del todo. Ha habido testimonios contrarios entre jefes del Cuerpo. Parece que nadie llegó, en todo caso, a conectar a los sospechosos con el terrorismo. Los etarras seguían sin comprar a chorizos. En cuanto a Al Qaeda, España seguía considerada como retaguardia logística, no campo de acción ni objetivo. Al menos, las autoridades de Interior estaban tan poco preocupadas como para mantener pocos más de esos treinta guardias dedicados a ello. Y ninguno en Asturias.
Esto es lo que hay. A partir de aquí, se ha hablado de errores. Desde luego, los hubo. Error es haber investigado en su día a un traficante de explosivos y no haber detectado su peligrosidad, con el resultado ulterior de que ese traficante abastece a los autores de una masacre.
También se habla de negligencias. Y también las hay, qué duda cabe. En el 2003 la cosa no se siguió como era menester, y no es edificante que los mandos del Cuerpo se contradigan sobre quién debió continuar o quién abandonó la tarea. Pero para juzgar la gravedad de esa negligencia debe atenderse al contexto (en particular, a ese contexto asturiano donde el explosivo circulaba más de lo debido para actividades veniales). A los medios de que se disponía. A las demás tareas que tenían los hombres que debieron investigar más a Toro y Trashorras, y a cómo y con qué recursos se estaba enfrentando el terrorismo islamista.
Tengo una mala noticia para los ciudadanos españoles: la Policía y la Guardia Civil no pueden dedicar tiempo y medios ilimitados a todos los delitos que se cometen en España. No se para el reloj tras un crimen. Cada día se perpetra uno nuevo, y el huevo cae siempre en el mismo cesto.
También se ha hablado, por último, de que todo era una conspiración, encaminada a que un partido perdiera las elecciones, organizada por un coronel de la Guardia Civil, el jefe de esa Unidad Central Operativa, que fue un día capitán en la Secretaría de Estado de Vera y al que las mujeres de Amedo y Domínguez (luego desmentidas por sus maridos) acusaron de haberles llevado un maletín a Suiza, asunto atascado desde hace años en un limbo judicial. Aquí, sin hacer juicios sobre la honradez o la astucia de nadie, permítanme que dude. Por simple probabilidad. Que salga adelante algo así, algo tan grave y espectacular y conocido por tanta gente, incluidos delincuentes y soplones de lengua larga, resultaría de veras sorprendente, y una estupidez que nadie, por temerario que fuera, lo planeara siquiera.
El día 15 de diciembre de 2004, una señora llamada Pilar Manjón les (nos) dio una lección inolvidable a todos los políticos y periodistas y opinadores de este país. Eso es lo importante, y no cómo quede o deje de quedar la Guardia Civil. Sé que eso es lo importante, además, para la inmensa mayoría de los guardias civiles, que no en vano han pagado el más alto tributo en vidas por causa del terrorismo. Sólo pido, a quien crea que con esto puede seguir sacando alguna tajada (si es que queda alguno), que reflexione sobre el derecho a la presunción de inocencia, salvo prueba. Y sobre lo que es y no es de sentido común.
Sé que se enfadará, pero creo que debo decirlo. El guardia civil que me regaló esa cartilla es el coronel Félix Hernando, jefe de la Unidad Central Operativa, que siempre ha asumido como propio el desempeño, y por tanto los errores, de los hombres que actuaron a sus órdenes, sin tratar de cargarle la responsabilidad a ningún inferior. A partir de aquí, que cada cual juzgue.
Lorenzo Silva es escritor.
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