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Columna
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Divididos

Nadie ha salido indemne del proceso congresual del PP valenciano. No ha salido indemne Eduardo Zaplana, que ha visto cómo barrían a sus partidarios de la mayoría de los puestos de dirección. No ha salido indemne el presidente de la Generalitat, Francisco Camps, que ha exhibido las limitaciones de su liderazgo en el seno de la organización y que ahora, además de convivir con un grupo parlamentario autonómico manifiestamente hostil, se ve obligado a lidiar con barones territoriales de diverso pelaje y condición. Es verdad que tal vez ha perdido más Camps que Zaplana, teniendo en cuenta los papeles asignados en el reparto antes de la función. Si no, ¿de dónde procedía la virulencia soterrada que desembocó en la bronca de los militantes de Elche, con urnas de votación zarandeadas y escándalo general? Lo más preocupante para Camps, al final, es lo que más temía: que Alicante se convitiera en una trinchera zaplanista, un territorio rebelde en permanente ebullición. Pese a las declaraciones enfáticas de Ripoll en sentido contrario nada más ser elegido líder provincial, la teatral aclamación de Zaplana en el congreso de ayer en Altea sonó como suenan los tambores de guerra que invocan una oportunidad. No es un panorama agradable para los populares, desde luego, pero tampoco para los ciudadanos, si tenemos en cuenta que todo el drama ocurre en el partido que está al frente de la Generalitat. La consigna de prietas las filas y ese pathos que niega el error y la disidencia, tan característico del discurso oficial del PP y en el fondo tan falso, han servido para que el campismo se excitara, cocido en el espejismo de su propio coraje, a costa de la moderación exigible a los gobernantes. A costa también de la propia imagen. Camps sale transfigurado de la batalla en el interior de su propio partido. Ha ganado en estridencia y ha perdido matices, como la política que proclama, cuyo mecanismo es simple: quienes gobiernan a los valencianos están muy divididos y, por ello, también han de estarlo los valencianos. No hay duda de que nada ha salido indemne del proceso congresual del PP. Ni siquiera la precaria pacificación civil en torno a la lengua, tan trabajosamente apuntalada.

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