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El nombre de la cosa

Barrunto que nunca se la debió bautizar como Constitución. Porque es el equívoco que genera este nombre en la mente de los europeos el factor que está en la base de la desilusión que suscita ahora entre buena parte de ellos. Me refiero, claro está, a la denominada Constitución europea, que será sometida a referéndum el 20 de febrero próximo en España.

El término Constitución evoca intuitivamente la idea de comienzo, de una sociedad que rompe con su pasado y establece nuevas bases de convivencia que se consideran mejor ordenadas para alcanzar ciertos valores programáticos. Una Constitución entraña siempre para el país que se constituye un nuevo e ilusionante proyecto de futuro. Pues bien, la Constitución europea es, por su propia naturaleza, de una contextura distinta; su sentido es el opuesto al que venimos de apuntar. En Europa se ha ido formando primero la asociación política, en un largo y sincopado proceso de cincuenta años. Sólo después se ha hecho una Constitución, para ordenar lo que ya existe. Por eso, ésta es mucho más un acta notarial del pasado que una prescripción de lo que debe existir; una especie de resumen y balance de lo que hasta ahora se ha andado en el camino de la unificación: hasta aquí hemos llegado, esto es lo que tenemos, nos dice el documento. Más que un prólogo, viene a ser un epílogo. De ahí la desilusión de quienes esperaban encontrar en el texto un jovial futuro. Ni lo hay, ni podía haberlo.

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¿Y no podía haberse incorporado en el texto algo de proyección futura, un poco de utopía que animase a esos sempiternos buscadores de ideales que somos los europeos? Pues me temo que no. En primer lugar, porque no se encuentra hoy por hoy un diseño de proyecto común de futuro europeo que resulte suficientemente compartido. Existe, sí, un tenaz impulso europeísta (esa ambición de fondo que ha hecho siempre avanzar a la Europa unida), y existen ideas o visiones de lo que puede llegar a ser Europa. Pero éstas no gozan de aceptación general ni están suficientemente trabajadas. Y en esas condiciones no pueden constitucionalizarse, como es evidente. Cuando la meta se desconoce, cabe tan sólo establecer el método de trabajo.

Por otro lado, y en cuanto al contenido de las políticas comunitarias que se recogen en el texto, es claro que el límite de lo constitucionalizable viene fijado por el mínimo común denominador de todos los Estados implicados. Muchos querríamos ir más allá en políticas de libertad, de justicia o de solidaridad, quizá incluso hemos ido más allá en nuestro propio país; pero el máximo de lo que puede recogerse en el texto es sólo el mínimo que todos han aceptado. Esta constricción es connatural a un texto interestatal.

Sucede además que quienes ahora claman contra la cortedad o timidez de la Constitución europea demuestran al hacerlo una equivocada ilusión, típica de la izquierda desde Marx: la de pensar que en un solo acto, en un solo momento programático, puede lograrse lo que el proceso político ordinario no produce en el día a día. Es la esperanza en el momento de la voluntad, del acto revolucionario que funda una nueva sociedad. Pero esperar que un tratado pactado entre los Estados europeos realmente existentes llegue a diseñar, o incluso a crear, una sociedad más avanzada que la que realmente existe en esos Estados es una aspiración ayuna de soporte racional.

Ahora bien, si dejamos de lado equívocos y falsas ilusiones, el contenido de la Constitución, es decir, el acta de lo que se ha logrado hasta ahora en Europa, no es en absoluto desdeñable. No hay que taparse las narices para defenderla, como parece ser el caso de quienes piden el voto favorable porque, según dicen, peor es la alternativa. Lo malo que tiene la política comunitaria para el olfato ciudadano es que resulta descarnada, que el juego de intereses e influencias no está escondido bajo oropeles de ideología o nacionalismo, sino que aparece tal cual es. En este sentido, la Constitución nos da una visión realista, insoportablemente realista para el gusto de algunos, tanto de los logros como de las limitaciones comunitarias, así como de la peculiar arquitectura política de la Unión, una arquitectura llena de petaches y remiendos. Ninguna ocasión mejor para recordar aquella frase atribuida a Kant: "Del fuste torcido de humanidad nunca ha salido un brote derecho". Pero superado ese desagrado visual, lo cierto es que los frutos logrados por el proceso europeísta son uno de los pocos éxitos rotundos del siglo XX, al nivel quizás de fenómenos como la liberación de la mujer o la descolonización. Un observador de otro planeta que hubiera visto Europa todo a lo largo del siglo pasado no dudaría en concluir que lo conseguido es sorprendente y que los europeos pueden estar orgullosos de ello.

Sólo los melindres seudoizquierdistas o los desvaríos nacionalistas pueden llegar a solicitar un voto negativo para un acta que constata lo que los europeos han logrado en cincuenta años. Lo que falta por conseguir constituye la tarea cotidiana a partir de ahora, no una carencia cuya responsabilidad pueda imputarse al pasado.

Más vale, en este sentido, que nos preocupemos de los reales problemas políticos que amenazan al futuro inmediato de la Unión. De una parte, el miedo a la ingobernabilidad de una Europa de 25 que puede llevar a algunos países a establecer políticas de alianzas por fuera de la Unión. Hay síntomas que apuntan en esa dirección en la conducta de Francia y Alemania, y sería una mala noticia para Europa el que se consolidase una alianza extracomunitaria o un directorio europeo. Sería volver a viejas políticas europeas incompatibles con el proceso de la Unión.

Otro factor de preocupación es la probable pérdida de peso específico de la Comisión Europea, muy tocada después de la exhibición de fuerza democrática que ha hecho el Parlamento en su reciente confirmación. Quienes aplauden la extensión de la democracia siempre y en todas las instituciones ven en esta exhibición un hecho positivo. Quienes, más cautelosos, creen que la democracia es el producto final de un juego entre instituciones cuyo rasgo esencial es la independencia, no la democracia, ven con preocupación el alza del papel del Parlamento a costa de la Comisión. Porque ésta ha sido siempre en la historia europea el motor de la supranacionalidad, y lo ha sido gracias a su radical independencia funcional de los Estados miembros. El Parlamento, elegido a través de las estructuras partidistas estatales, no es, por mucho que parezca lo contrario, igual de independiente de los Estados miembros. Así, la Comisión podría acabar aplastada entre el Parlamento del pueblo y el Consejo de Estados. El tiempo lo dirá.

es abogado.

José María Ruiz Soroa

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