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DON DE GENTES
Columna
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No te lo creas

Elvira Lindo

EL MIÉRCOLES ME FUI a Canadá. A comprarme un abrigo. Yo soy así. No le pongo puertas al campo. También podría añadir que fui a Canadá a dar una charla y que con el dinero que me pagaron me compré el abrigo, pero para qué decepcionar a los que piensan que soy una pedorra (lo soy) capaz de cruzar fronteras sólo para comprarme ropa. A mí no me gusta dar charlas porque me da mucha pena del público. Me da lástima de esas personas que podrían estar con sus familias, o practicando algún deporte, o drogándose con sus amigos, y sin embargo vienen a que les des la charla. Yo he asistido a charlas de escritores, y hay algunos (esto no es criticar, es referir) que tienen una lista de anecdotillas literarias y las cuentan en todas las plazas. Y la gente se las ríe porque la gente admira mucho a los escritores y les perdona lo que no le perdonaría a su madre. Qué quieres que te diga, si de lo que se trata es de oír siempre el mismo chiste, prefiero que me cuente Paco Gandía aquel de los garbanzos, o prefiero a Chiquito de la Calzada, que se mueve por el escenario de puntillas, lo cual encuentro graciosísimo. El caso es que me fui a Canadá a comprarme un abrigo. Los españoles se caracterizan por tres cosas: una, les encanta Canadá; dos, detestan Estados Unidos; tres, no conocen ninguno de los dos países. Los estadounidenses lo saben. Por eso a una agencia de viajes se le ha ocurrido proporcionar un pack a los que viajan a Europa con complementos para que el americano parezca canadiense: camisetas de Montreal, gorras de Vancouver, a fin de que al turista no le den el coñazo con el antiamericanismo. En realidad, un europeo no sabría distinguir entre un canadiense y un estadounidense. Los canadienses llevan a gala no ser estadounidenses, aunque siempre están pendientes de lo que hace el gigante de al lado, dicen que ser frontera de USA es como dormir al lado de un elefante. Toronto me pareció soso hasta que descubrí que todos los toronteños estaban en unos subterráneos que recorren la ciudad llenos de tiendas. El efecto es como estar paseando por un interminable Carrefour, así que llega un momento que se te quita hasta la ilusión del consumismo. Y mira que a mí ilusión me sobra. Mis anfitriones prepararon una cena en mi honor, me contaron que el pasado diciembre una viejecita se puso a buscar las llaves del portal en el bolso y murió en cinco minutos, congelada como una gamba de Findus. Yo pensé que era un chiste canadiense, y solté una carcajada tan desproporcionada que me tuve que poner la servilleta en la boca para no soltar perdigones, que es un peligro que yo (concretamente) corro cuando me río. Cuando vi que los canadienses me miraban espantados, me di cuenta de que reírse de la muerte de una vieja congelada sólo se le ocurre a un español. Mi anfitriona contó que noches atrás había oído un rugido y que los del servicio de urgencias encontraron una mapache pariendo en su chimenea. Yo pregunté: "¿Y cómo mataron a la mapache?", y los canadienses, educadamente, me dijeron que en Canadá no todo se arreglaba a tiros, como en Estados Unidos. Me sentí como Charlton Heston en la película de Michael Moore, la verdad. La anfitriona tuvo que convivir durante días con las crías mapaches hasta que mamá mapache tuvo a bien llevárselos al bosque. Yo rompí una lanza por Estados Unidos. Dije que un americano tampoco gastaría una bala para matar un animal, porque está penadísimo; antes la emplearía en una persona, también penadísimo, pero socialmente mejor visto. Me compré un abrigo en Canadá: ¡un plumas con forro polar! Sólo se me ven los pies. Si me caigo con dicho abrigo por las escaleras del metro, creo que sobreviviría. Lo malo es que me quedaría en el suelo, boca arriba, como una cucaracha. Y presiento que nadie me iba a poner de pie otra vez. Le compré otro igual a mi yorkie. Si le tirara por el hueco de la escalera, un suponer, no creo que le pasara nada. Yo nunca lo haría, pero no pongo las manos en el fuego por mi santo, que no es precisamente Rodríguez de la Fuente. A mi santo no le compré nada porque en esos dos abrigos se me fue todo el dinero, y como que yo le dije cuando protestó: "¿Es que sólo querías que volviera de Canadá por el regalo?". Mi santo, como es de Jaén, dijo que él no bajaba a pasear al perro con el abriguito porque decía que es una horterada manifiesta. Y el muy inhumano se lo bajó a la calle (dos grados bajo cero) completamente desnudo. Pero le castigó Dios, porque entra a comprar unos bollos para desayunar y se deja a Chiquitín, helado de frío, atado a un árbol adornado de Navidad. Triste estampa. Entonces irrumpen dos señoras en la tienda y preguntan: "¿Es de alguien ese yorkie que hay en la puerta?". Mi santo, escondido detrás de un estante, porque las americanas le dan susto, dijo: "Mío". No veas cómo le pusieron, le dijeron que dejar al perro sin abrigo atado a un árbol navideño era delito. Yo le dije: "Tú no las tengas miedo, que si algo que aprecian los americanos es superar los errores, tú bajas a la calle esta noche al perro con su chupa puesta y a tomar por saco". Y me suelta: "Bájale tú, que tienes plumífero, y no yo, que sigo con este abrigo de paño de los tiempos de la movida". "¿De la movida?, pero qué sabrás tú de la movida", le dije, "si a ti la movida te pilló trabajando". A veces le patinan las neuronas, pero no es por los años, es por los celos. Le toma celos al perro. ¿Que no te lo crees? Pues no te lo creas.

Michael Moore.
Michael Moore.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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