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Columna
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La alpargata

José Luis Ferris

En el invierno de 1998, durante las excavaciones llevadas a cabo en la villa romana de los Baños de la Reina, en Calpe, se halló en el fondo de una noria una alpargata romana del siglo III d.c. El objeto fue extraído del lecho arcilloso con la pertinente cautela y la pericia científica que aconsejan estos hallazgos. Una vez trasladada al laboratorio para proceder a su restauración, la alpargata crujió como un panecillo recién horneado y se desintegró en moléculas de polvo ante los ojos de los expertos. Apenas quedó de ella un fragmento calcinado y fibroso. Pero no es la pérdida arqueológica de una pieza que había sobrevivido a dos mil años lo que me conmueve del caso, sino la sensación que provoca el fenómeno de esa desintegración física apenas calculada.

Si me remonto a la infancia, puede que localice esa misma emoción en el aciago segundo en que se me escapó de los dedos el cordel de un globo que me habían comprado en la Feria de Navidad. Lo vi ascender con toda la impotencia de este mundo y me pasé la tarde llorando. En otro momento, jugando con un cowboy de miniatura, por torpeza o descuido, lo dejé caer por el desagüe del patio y me sentí morir. Es una sensación que me ha salido muchas veces al encuentro a lo largo de la vida. Esta mañana, sin ir más lejos, al leer la noticia de que el Gran Hotel de Salamanca, situado junto a la Plaza Mayor, y al que acudí tantas veces en mi época de estudiante, acaba de cerrar sus puertas, he sentido ese viejo crujido íntimo. Me ha ocurrido con muchos lugares de Alicante y con seres que se marcharon de súbito. También hoy, mientras dormía, he soñado que estaba escribiendo esta columna. Tenía el título, la idea, los nombres y las frases en su orden exacto. Sólo debía oír el despertador, ducharme con cierta premura y bajar a la cafetería de la esquina con el folio dispuesto. Sin embargo, contra todo pronóstico, al abrir los ojos, la columna de mi sueño ha estallado como una alpargata arqueológica y no ha quedado de ella más que esto, fibras de polvo y una sensación honda y estéril, tan antigua y frágil como el mundo.

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