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Enfermos o culpables

Mercedes García Aran

La detención en Lleida del supuesto asesino de una estudiante, que ya había cumplido condena por varios asesinatos en su país de origen, se suma a otros casos recientes, también pendientes de prueba en juicio, en los que se acumulan acusaciones por varias muertes, aparentemente sin sentido. Recuerden el caso Wanninkhof, en el que ahora está acusado también un ciudadano extranjero, Tony King, que ya había sido condenado en su país, o el juicio que estos días se celebra contra Juan José Pérez Rangel, acusado de las muertes del Putxet, que en su momento desataron el terror del barrio.

El asesinato en serie provoca una alarma social superior a la media, y no sólo por una cuestión cuantitativa, en la que impresiona el número de víctimas, sino porque se trata de una situación cualitativamente distinta a la mera acumulación de muertes.

El psicópata es culpable, pero psicópata al fin, quedará en libertad cuando cumpla la pena (cuando 'la pague', en terminología común).
El psicópata es culpable, pero psicópata al fin. O culpables, o locos; o castigamos la culpabilidad, o tratamos la peligrosidad

En efecto, el asesino en serie suele presentar un patrón de conducta incomprensible para el común de los ciudadanos porque responde a motivaciones irracionales, o, como mínimo, dotadas de una racionalidad perversa que sólo es comprensible desde la anomalía. Pero, patrón al fin y al cabo que permite pronosticar la repetición del delito. La irracionalidad del comportamiento y el pronóstico de repetición explican la especial alarma social, pero también son los elementos que complican extraordinariamente el tratamiento legal de estos casos. Porque la cuestión oscila entre las dos formas de intervención que utiliza el derecho penal y que giran en torno al discutible concepto de normalidad. Así, se acude a las penas para sancionar la culpabilidad de los sujetos responsables (normales) y, por otra parte, a las medidas de tratamiento para quienes debido a su enfermedad mental no pueden ser declarados culpables, pero precisamente por ello son declarados peligrosos.

Las cosas serían teóricamente más fáciles si los asesinos en serie fueran siempre enfermos mentales. Se les declararía irresponsables -con la frecuente oposición de los allegados a las víctimas-, pero peligrosos, lo que permite imponer medidas de tratamiento adecuado a su peligrosidad, en establecimientos especiales, durante todo el tiempo que habría durado la condena si hubieran sido declarados culpables. Al finalizar éste, podría acordarse su internamiento por vía civil si persistiera el pronóstico de peligrosidad. La peligrosidad podría apreciarse, por ejemplo, en trastornos esquizofrénicos con ideas delirantes propias de las paranoias, que compelieran al enfermo a agredir a otras personas.

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Pero lo cierto es que en los casos más conocidos no se aprecia enfermedad mental y los acusados son sometidos a un juicio en el que, si se prueba su autoría, serán declarados culpables. Lo que suele ser más frecuente en estos casos son los rasgos psicopáticos que configuran un trastorno de la personalidad, pero que no tienen la consideración de enfermedad mental ni impiden que el sujeto sea declarado responsable. El psicópata puede ser condenado, lo que satisface mejor los sentimientos retributivos de los afectados por el delito, pero ello tiene como contrapartida que se le impone una pena proporcionada al hecho de que, cuando concluya, le permitirá recobrar la libertad sin que haya desaparecido el trastorno psicopático. El psicópata es culpable, pero psicópata al fin, quedará en libertad cuando cumpla la pena (cuando la pague, en terminología común).

Ahí está uno de los motivos de reflexión: si la sociedad reivindica la condena de estos sujetos, reivindica también la imposición de una pena porque les declara culpables. Y las penas terminan por llegar a su fin, aunque no faltan quienes exigen la pena de muerte o la cadena perpetua alegando la peligrosidad del individuo en cuestión. Ahora bien, si se alega que el sujeto es peligroso porque su trastorno condiciona absolutamente su comportamiento, lo coherente sería no declararle culpable, sino enfermo, e imponerle un tratamiento. En resumen: o culpables, o locos; o castigamos la culpabilidad, o tratamos la peligrosidad. El Código Penal español permite combinar las penas con las medidas de tratamiento, pero siempre con el tope de la duración de la pena que se impone al psicópata declarado responsable. Por eso, indefectiblemente, llega un día en que se libera al condenado, si no muere antes en la cárcel.

En el caso de Lleida, la extranjería y la facilidad del traslado internacional -que ya se planteó en el caso Wanninkhof y Tony King- añade una especial inquietud, porque sujetos condenados en su país circulan libremente y no son advertidos en el país de destino. Se busca el fallo en los controles del sistema porque la responsabilidad parece demasiado grande como para limitarla al principal responsable, que, no se olvide, sigue siendo el autor de los hechos. Pero, por los datos que tenemos, no parece que haya fallado ningún sistema de control, sino simplemente que los ahora acusados habían cumplido sus penas y saldado su deuda, lo que les permitía obtener el pasaporte. Los movimientos transfronterizos de personas, ni pueden controlarse absolutamente, ni sería justo mantener perpetuamente los efectos de los antecedentes penales. Por todo ello, sería terrible una lectura xenófoba de la detención del ciudadano ecuatoriano acusado en Lleida: el difícil tratamiento de las fronteras de la normalidad del comportamiento no tiene nada que ver con la nacionalidad de las personas.

Mercedes García Arán es catedrática de Derecho Penal en la Universitat Autónoma de Barcelona.

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