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Tribuna:Apuntes
Tribuna
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Reiterada retórica, sorprendente quietud

Pasados unos meses de la derrota electoral del Partido Popular cuyo gobierno ultraconservador impuso la Ley Orgánica de Universidades (LOU), no deja de resultar inquietante que las principales novedades anunciadas por los responsables actuales de las Universidades sean a este respecto, modificaciones en el proceso de habilitación del profesorado, en el funcionamiento de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA); al mismo tiempo, continúan bombardeando mediáticamente sobre una nueva reforma que se avecina con la creación del Espacio Europeo de Educación Superior, cuando todavía no se han apagado los ecos de la (pen)última. Nuevo diseño administrativo de las titulaciones universitarias (grados, a partir ahora) con motivo de su homologación continental sin ni siquiera ir jalonado de una discusión abierta del concepto de educación y de comunicación social que subyace: "Formar recursos humanos para las necesidades de la economía" y "favorecer una mayor adaptabilidad de los comportamientos para poder responder mejor a la demanda del mercado de trabajo", conforme a las recomendaciones que viene efectuando la Comisión Europea desde 1991 en los memorándums sobre educación superior. Aún así, se suceden las declaraciones de cargos políticos y académicos reclamando que las universidades sean sensibles al entorno económico, motor de la economía de la sociedad del conocimiento, competitivas...

"De materializarse, la LOU sólo solucionaría parte de los problemas; aquellos que indujo"

De igual modo, no cesan las declaraciones sobre la calidad de la docencia - ya en la exposición de motivos de la LOU se alude a ella hasta en quince ocasiones- aunque apenas se diga nada sobre lo que significa, ni sobre cómo alcanzarla. Las referencias más concretas remiten a la importancia de la enseñanza superior no presencial mediante las nuevas tecnologías de la comunicación. Paradójicamente, tanta llamada a la calidad de la docencia contrasta con la tardanza en decretar las dos medidas que producen un aprendizaje humano, aumentar el número de enseñantes y disminuir el número de alumnos por clase, de modo que cada uno sea tratado según su especificidad; es decir, contrasta con la escasa dotación de recursos económicos que se dedican desde la administración, considerablemente inferiores a los de otros países de desarrollo similar.

Poco se dice respecto a otros cambios que supuso la mencionada Ley, el recorte de la democracia interna en los órganos de gestión (colectiva) de la Universidad, (el recorte) de la autonomía universitaria ya limitada por la multiplicación de instancias que intervienen en la planificación de su actividad o la proliferación de universidades privadas sin apenas control. Tampoco se comenta nada de situaciones ya endémicas: la masificación en parte de los primeros ciclos que los convierte de manera harto frecuente en meros apartheids de jóvenes; la racionalización tecnológica de la vida intelectual universitaria impulsada por la competitividad económica que se traduce en la hiperespecialización curricular; las desigualdades entre titulaciones que se derivan de la tendencia generalizada a seguir como principal criterio de acceso las demandas del mercado laboral para plazos muy cortos.

En este entorno, y mientras tanto, sorprende la quietud de la vida universitaria. Quizás, porque los intereses inmediatos de la mayor parte del profesorado no se vean afectados. Quizás, porque los alumnos piensen que tanto mejor si se consigue el título en menos tiempo. Solamente, una pequeña parte de la comunidad universitaria, junto a los sindicatos de izquierda siguen reivindicado públicamente la derogación de la LOU, si bien su materialización en caso de producirse, sólo solucionaría parte de los problemas; aquellos que indujo. Otros requieren definir la concepción de educación (y de investigación social) que ha de inspirar la actividad universitaria en la que ha de encontrar (más) espacio algo tan obvio como que la educación incumbe a la creación del hombre y no (sólo) a la producción de mercancías, para después, dar paso a la formulación de medidas que permitan por un lado, desarrollar una carrera atractiva en la que el docente da lo mejor de su saber y de su experiencia ayudando a cada uno a leerse y a leer el mundo y por otro, corregir las constricciones más coyunturales del mercado laboral atendiendo las necesidades de la sociedad a medio y largo plazo. No se entiende si no cómo se va a poder conseguir una enseñanza de calidad en el ámbito de las ciencias sociales, humanas o básicas.

Todo lo cual exige abrir la Universidad a una discusión pública sobre sus experiencias positivas y negativas y por tanto, a democratizarla más. Si siempre es necesario interrogarse sobre las formas de una cultura, los contenidos del conocimiento o los medios para su producción y difusión, en un momento que los cambios se producen con extraordinaria rapidez y en el que se va a poner administrativamente patas arriba todo el sistema universitario, la controversia se hace más necesaria. No parece, sin embargo, que sean la intención inmediata de los responsables universitarios. Ahora bien, ya se sabe que el temor a la crítica ha sido uno de los rasgos que ha caracterizado a la tradición autoritaria española.

Miguel Ángel García Calavia es profesor de Sociología de la Universitat de València.

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