De la cuna a la tumba
LA REPRODUCCIÓN asistida, congelación y destino de embriones, investigación y uso terapéutico de células madres, derecho al aborto, equiparación de las uniones de homosexuales al matrimonio, procesos de separación y divorcio, uso del preservativo como medio para impedir el contagio del sida, publicidad y campañas pedagógicas sobre el uso del condón para evitar entre jóvenes embarazos no deseados, derecho individual legalmente reconocido a una muerte digna: no cabe duda de que estamos ante una revolución moral que impide reducir a una ofensa de mal gusto, o a una frivolidad, las raíces del enfrentamiento entre la Iglesia española -con el Vaticano al fondo- y el Gobierno de España.
Sin duda, la situación especial de privilegio que la Iglesia católica goza en el Estado español y que permite definirla como institución subvencionada -red de centros escolares concertados, sueldos de catequistas en centros públicos, asignaciones a cargo de los Presupuestos Generales, ventajas fiscales, opacidad ante la Hacienda- puede confundir sobre los problemas de fondo que se refieren a derechos individuales y moral pública. Todas las cuestiones de las que Antonio Rouco levantó el inventario en el discurso inaugural de la reciente Asamblea Plenaria del Episcopado español, afectan no sólo al propósito de la Iglesia de mantener su situación de privilegio en el terreno fiscal y educativo, sino a algo mucho más hondo: a su capacidad para determinar el contenido de las leyes que rigen la vida de hombres y mujeres desde la cuna a la tumba, del embrión a la muerte.
La pretensión de la jerarquía de la Iglesia católica de influir en el articulado de esas leyes se basa en un argumento que sorprende por su indigencia intelectual. Sostienen los obispos que existe un orden de naturaleza, coincidente con un designio del Creador y confirmado por una Revelación de la que la Iglesia es depositaria e intérprete, del que se deriva una moral natural que encuentra una especie de culminación en la moral católica. Interpretado por la recta razón y por la jerarquía de la Iglesia, ese supuesto orden natural dicta el orden moral al que se tendría que atener la legislación del Estado. La fe revelada, la doctrina moral católica y la ley natural serían, así, una y la misma cosa, como afirmaba el comité ejecutivo de la Conferencia Episcopal al condenar el mantenimiento de embriones congelados, o como se deducía de la obligación, impuesta por la Congregación para la Doctrina de la Fe a los fieles católicos, de "oponerse al reconocimiento legal de las uniones heterosexuales".
Pertrechado con tal teoría, y mientras el cardenal primado afirma que el reconocimiento del matrimonio entre homosexuales entraña un "atentado contra la libertad de la mayoría" y conduce al "vacío antropológico", el presidente de la Conferencia Episcopal ofrece la apertura de un diálogo con el Gobierno sobre estas cuestiones. Ocurre, sin embargo, que el diálogo deberá ser el "verdadero", o sea, aquel que supone la existencia de una Verdad (mayúscula de Rouco) accesible a todos, aunque muchos se encuentren incapacitados para acceder a ella "a causa del pecado y del error". El diálogo verdadero se convierte así en la disyuntiva de compartir la posición de la Iglesia en todo lo que afecte hoy a derechos individuales y moral pública o incurrir en pecado y en error, en esa "pendiente resbaladiza" que va, según el cardenal, del aborto a la eutanasia, dos formas de homicidio, como repiten varios obispos, asustados por el éxito de Mar adentro.
La jerarquía de la Iglesia puede obstinarse en la condena de todo lo que se oponga a la moral natural como producto de una "ideología individualista" que renuncia a entender "la verdad del hombre". Ya profetizó grandes desgracias cuando condenó, a mediados del siglo XIX, el liberalismo y la democracia como principios destructores del recto orden de la sociedad. Ahora repite el mismo argumento: ella es defensora de un orden natural que el hombre no puede modificar si no quiere caer en el "suicidio social". El Gobierno, por su parte, extraviado en la ociosa disputa sobre la laicidad y otros nominalismos por el estilo, parece temeroso ante la ofensiva en toda regla declarada por los obispos: a mí que me registren, responde ante la falsa acusación de favorecer la eutanasia. Pues bien, antes o después habrá que enfrentarse directamente al último tabú creacionista en el que la jerarquía de la Iglesia sostiene la vigencia de un orden moral natural: liberados desde la cuna del determinismo de la naturaleza, va siendo hora de considerar la propia muerte como un derecho tan inviolable como la vida.
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