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Columna
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El tabaco

Yo también fumaba. No era un consumidor recalcitrante ni convulsivo, pero me encantaba la liturgia del tabaco. Desde el momento de encenderlo un cigarrillo te ofrece mil alternativas gestuales que puedes aprovechar con los más variados fines. Hay quien apoya en el pitillo sus argumentos dialécticos, otros que lo aprovechan para darse un respiro intelectual en cada bocanada, y constituyen mayoría los que se ayudan del tabaco para establecer vínculos sociales. El cine ofrece una amplia muestra de referentes, entre los que destaca el poder de seducción que exhibía Bogart cuando fumaba.

Nadie le ha arrimado una llama a un cigarrillo ni nadie jamás lo ha sujetado, ya fuera entre los dedos o en la comisura de los labios, como él lo hacía. Cuánto nos fascinaba aquella atmósfera que envolvía su entorno de celuloide en Casablanca y a cuántos nos contagió sus ademanes de tipo duro. Eran tiempos en los que el único fuego al que temían era el de los cañones y a pocos preocupaba si el fumar producía patologías respiratorias o guardaba alguna relación con el cáncer de pulmón. Aún faltaban dos o tres décadas para que la comunidad científica alcanzara un diagnóstico unánime sobre los perniciosos efectos del tabaco y casi medio siglo para que los países avanzados lo consideraran un problema de salud pública. Renunciar a ese rito humeante cargado de posibilidades fue para mí lo más difícil de superar. Sé que no he sido él único, la adicción al hábito social es para muchos bastante más severa que la propia adicción a la nicotina.

Aprecio por ello especialmente la intención de la nueva ley de prevención del tabaquismo que dentro de un año limitará drásticamente el consumo de tabaco en los establecimientos públicos. Es evidente que la norma está pensada para proteger la salud de los llamados fumadores pasivos, es decir, los que se tragan el humo sin disfrutarlo ni tan siquiera obtener un plus de glamourosidad, sin embargo, ayudará a desengancharse a los fumadores activos, en particular a los más atrapados por el hábito social. No es fácil escapar de un vicio cuando quienes comparten tus momentos de ocio o las tensiones del trabajo se refugian en aquello en lo que esforzadamente tratas de no refugiarte.

Quien evita la ocasión evita el peligro y el riesgo de recaer es directamente proporcional al número de personas que fuman a tu alrededor en tales circunstancias. Para superar esa tentación apenas sirven los parches, ni lo chicles de nicotina, ni siquiera esas pipas de mentol que cuando hay gente fumando te hacen aparecer como un ridículo reprimido. Es importante que los espacios libres de humo lo sean en términos reales y no como está ocurriendo hasta ahora. Un reciente estudio de la Organización de Consumidores y Usuarios revela que la prohibición de fumar se incumple en tres de cada cuatro espacios vetados por la legislación vigente. Un dato poco halagüeño para una nueva norma que pretende ser bastante más restrictiva.

Hay un perfil de fumador cuyo alto nivel de adicción le hace casi imposible el llevar una vida normal sin tener un cigarrillo encendido. Suele ser, en consecuencia, un tipo acostumbrado a burlar la norma, imponer el humo a los demás o chantajear a quienes lo rodean rogando lastimeramente que le permitan echar un pitillo. Su empuje resulta arrollador y con frecuencia ponen a los no fumadores en la tesitura de consentirles el que ahumen el espacio compartido o, por el contrario, quedar como unos bordes intolerantes. Hay que romper esa dinámica y poner los instrumentos necesarios, más allá del endurecimiento de las sanciones, para que la ley antitabaco se cumpla a rajatabla.

El 25% de las bajas laborales están relacionadas con el tabaquismo y las estadísticas afirman que casi el 50% de los fumadores fallecen antes de la jubilación. No soy un fanático converso ni un traidor a su pasado sólo alguien que un día le vio las orejas al lobo y no quiere verle los colmillos ni que se los vean sus semejantes. Hay mil métodos, algunos más que discutibles, para dejar de fumar y, al final, casi siempre es cuestión de voluntad y sentido común. Dos virtudes que cobran una fuerza ciclópea cuando por culpa del tabaco has de pasar por el quirófano. El acojone te quita la adicción de un plumazo. Estoy seguro de que Bogart me hubiera entendido.

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