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Columna
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'Laberinto de pasiones'

Diego A. Manrique

Sumergirse en Laberinto de pasiones, 22 años después, supone abundantes sobresaltos. ¿Así de feo era el Madrid de 1982? Sí, debía serlo ya que la película oscila entre el neorrealismo desgarbado y la fábula pop. Estamos en una urbe que todavía no ha entrado en la etapa technicolor de la movida: la acción comienza en El Rastro, centro de reunión dominical de la gente del rollo. Una voz foránea, que llega por vía telefónica, proclama que "Madrid es la ciudad más divertida del mundo" pero, en ese preciso momento, parece más wishful thinking que realidad concreta: los grupos musicales todavía suspiran por un contrato de grabación.

Otro pasmo es la constatación de la feroz audacia del Pedro Almodovar de 1982. No muchos meses antes, el país se había quedado temblando tras la irrupción de un golpista bigotudo. Ese aviso sobre la fragilidad del sistema no afectó al ejercicio de la libertad del director: Laberinto de pasiones era puro ácido corrosivo. Felizmente, la derecha clerical andaba demasiado conmocionada para ocuparse de un "cineasta transgresor" pero conviene mencionar que hasta la progresía se quedó noqueada ante monstruos como el tintorero (Luis Ciges) que fornica en días alternos con su resignada hija (Marta Fernández Muro); otros acoplamientos sexuales no llegan a ser técnicamente incestos pero lo parecen. Sin olvidar la facilidad con que el voraz personaje de Imanol Arias liga con jovencitos o la despreocupada ninfomanía de Sexilia (Cecilia Roth), cuya receta para una buena fiesta es "música, alcohol, videos porno y drogas estimulantes". Aparte de los afrodisíacos, las drogas no destacan demasiado en la narración pero la actuación de Almodóvar & McNamara, cantando Suck it to me, revela un enciclopédico conocimiento de la oferta de substancias y sus efectos. Sin olvidar al propio Fabio McNamara, pura subversión sobre tacones de aguja.

La materialización de semejantes criaturas, la tentadora posibilidad de cambiar de identidad sin traumas constituían inimaginables provocaciones en el panorama cultural de 1982. Ofensa mayor suponía partir del universo de la prensa del corazón para justificar el disparate argumental. Los personajes pueden leer EL PAÍS pero devoran también Diez Minutos. Y están al tanto de los dramas de la corte de Teherán, antes y después de Jomeini. Helga Liné es Toraya, trasunto de la repudiada emperatriz de Persia. Imanol encarna a Riza Niro, hijo consentido del derrocado emperador. Antonio Banderas es el miembro gay de un improbable comando islamista, supuestos estudiantes de medicina que buscan secuestrar a Riza Niro: tiene olfato de perro sabueso pero el amor por Riza altera sus dotes.

Los rastreadores de obsesiones almodovarianas podrán deleitarse aquí con la relevancia del mundo médico. El padre de Sexilia es el pétreo doctor de la Peña (Fernando Vivanco), famoso por curar la infertilidad; bautizado como bioginecólogo, ha logrado hazañas como la clonación de periquitos. También encontraran un inquietante flashback a la niñez. Más los esbozos de arquetipos que crecerán en siguientes películas, desde la práctica chica cheli a la empleada hostil. Esta última expresa una de las raras valoraciones morales que se cuelan en Laberinto de pasiones: "¡Puta! ¡Maricones!".

La crítica, o esa gran parte de la crítica que sentenció Pepi, Luci, Bom como una aberración sin posibilidad de descendencia, recibió con cuchillos afilados su segundo largometraje. No se consideró un atenuante que Laberinto de pasiones fuera producida por la empresa de los cines Alphaville, entonces institución intocable. Pobres: no bastaba con invocar a Fassbinder y John Waters para metabolizar semejante barbaridad. Para más inri, Pedro proclamó en su autoentrevista promocional que Laberinto de pasiones se parecía a La luna, de Bertolucci (¡sacrilegio!). Desde luego, la cinta tiene una factura tosca, evidenciada aún más por la labor de los actores no profesionales. Ellos, el grupo que encabeza brevemente Riza Niro, cuenta con tres músicos auténticos: Javier Pérez Grueso y Santiago Auserón estuvieron juntos en la primera encarnación de Radio Futura; Poch, imposible vendedor que va de puerta en puerta ofreciendo medallas milagrosas, acababa de fundar Derribos Arias. Su acelerado representante está a cargo del locutor Paco Pérez Bryan, entonces responsable de un enrrollao programa nocturno, El Búho.

Aún así, más allá del desarreglo formal y las incongruencias de guión, se intuyen detalles de genio. El score, música de librería comprada al peso a Ediciones CAM, arropa elegantemente los recorridos callejeros. La decoración de interiores anticipa el mimo con que Pedro cuidará esos elementos: se ve obra gráfica cedida por Ouka Lele, las Costus, Guillermo Pérez Villalta y otros artistas afines. Los guiños para enterados son frecuentes: la primera vez que se ve el número de Diez Minutos con Riza Niro en portada, está sobre un lecho de revistas de comics, entonces parte de la dieta cultural del director. Por aquellos días, me topé con Pedro en una tienda especializada en tebeos, donde aprovechó para invitarme a hacer bulto en la escena del concierto en la sala Carolina: con un presupuesto de 20 millones de pesetas, urgía recortar gastos en todos los apartados, incluyendo el de extras.

Laberinto de pasiones pasó en sesión de gala por el Festival de San Sebastián, para consternación del lehendakari y demás autoridades presentes. Un grito colectivo de horror brotó en el teatro Victoria Eugenia cuando la portera del local de ensayos Tablada 25 pierde materia fecal ante la sofisticada Toraya. Una vez concluido el pase, visto que allí no abundarían las palmaditas, el equipo y los simpatizantes nos extraviamos por las discotecas donostiarras. Es posible que algunos termináramos bañándonos desnudos en plena playa de La Concha, medio protegidos por la oscuridad. No podría jurarlo: los años 80 fueron así de vertiginosos.

Delirios

Rodada en 1982, los principales intérpretes de Laberinto de pasiones fueron Cecilia Roth, Imanol Arias, Helga Liné, Marta Fernández Muro, Fernando Vivanco, Ofelia Angelica, Ángel Alcázar, Luis Ciges y Concha Gregory. Guión de Pedro Almodóvar y Terry Lennox. Producción y dirección de Pedro Almodóvar. Director de fotografía: Ángel Luis Fernández. Montaje: Miguel Fernández, Pablo Pérez Mínguez y José Salcedo. Música: Almodóvar, Bernardo Bonezzi y Fabio McNamara.

Así la explicaba su autor: "El hijo del derrocado emperador de Tirán, aficionado a los hombres y a la cosmética, llega a Madrid. Su estancia desata un huracán de conspiraciones islámicas, ninfomanías y 20 ó 30 historias de delirio entrecruzado. Una película que no aportará nada a la cultura de nadie".

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