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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 15ª jornada de Liga
Columna
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El camaleón

Guti se fue a Roma, montó su garita en el cruce del medio centro y se puso a ganar el partido sin conceder ni una sola ventaja. Decidido a defender su suerte minuto a minuto y centímetro a centímetro, volvió a interpretar el doble papel de cartógrafo y marcapasos. Montó el telémetro, cuadriculó la explanada del Estadio Olímpico, valoró una a una todas las piezas del equipo, puso en marcha el metrónomo, calculó la velocidad ideal de la maniobra y tomó una decisión: había que esconder la pelota y llevar al ánimo del equipo contrario la sugestión de que estaba persiguiendo un puñado de humo. En resumen, convencerle de que la opción más sensata era reservarse para el campeonato italiano.

Ante un empeño tan inútil, el enemigo preferiría desistir.

Como de costumbre, la campaña había empezado bajo mínimos para Guti. De nuevo seguía atrapado en una paradoja: le confinaban en el banquillo, al cuarto bostezo era llamado urgentemente a filas para suplir a alguno de los grandes especialistas, demostraba ser tan bueno como el mejor, y al final del torneo perdía su puesto y volvía a la reserva, dolorido como un galeote. Varias temporadas después de soportar esa maldición, prisionero de la rueda de la fortuna, llegó a ser, por turno rotatorio, media punta, segundo centrocampista, volante ocasional y goleador del equipo: cinco o seis jugadores en uno.

Cierto día, la ausencia de Makelele, un jugador de perfil bajo y rendimiento alto, privó al equipo de una de las cualidades más apreciadas por los economistas y los entrenadores: la estabilidad. Según los expertos, su sustitución sólo sería posible si el club se comprometía con un fuerte desembolso. Beckham, limitado por su toque largo y por sus propios apagones, se reveló incapaz de solventar el caso. Entonces movilizaron una vez más al eterno comodín.

Sólo quienes siguieron con asiduidad su etapa juvenil recuerdan la más genuina de sus imágenes de futbolista. Fuese por predisposición natural o por influjo de la escuela de Fernando Redondo, ahí estaba él, firmemente plantado en el pedestal de la medialuna. Como buen zurdo, ya mostraba entonces la asimetría de los esgrimistas de guardia invertida y disfrutaba de la llamativa capacidad de sorpresa que siempre tuvieron los deportistas zocatos, esos seres complementarios que siempre toman la decisión opuesta desde sus mundos paralelos.

Apostado en el núcleo del equipo, ahora es sencillamente el fulcro: el punto de apoyo, el espejo que devuelve la pelota a la velocidad de la luz; un socio, un amigo y un confidente. Por exigencias del más terco de los destinos nos ha brindado otro alarde de mimetismo y de cintura.

Como no puede ser león, se ha hecho camaleón.

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