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Columna
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Adentro

SEIS SIGLOS antes de que Petrarca escribiera una carta al agustino Dionisii de Borgo San Sepolcro, donde le comunicaba la insólita experiencia por él vivida, en 1336, de haber ascendido por capricho hasta la cima del monte Ventoux y el impacto estético sufrido al avistar desde aquella cumbre el horizonte -un acontecimiento que se ha inscrito en la cultura occidental como el de la primera revelación del paisaje-, el escritor y pintor chino Wang Wei (699-761) ya había dedicado todo su empeño vital, artístico y moral a adentrarse por los lugares más recónditos de la naturaleza, como quien sabe que sólo allí, mediante la intensa contemplación, ha de hallar el desciframiento del misterio de la existencia, que es también, como diría un místico español, una ciencia sabrosa.

"A la mitad de mis años", escribe Wang Wei en su poema Mi morada en el monte Zhongnan, "me consagré al Tao; / en el ocaso de mi vida, me establecí al sur de la montaña. / Cuando lo deseo allí me dirijo / y no descubro sino la belleza de las cosas". Ciertamente, no fue Wang Wei, perteneciente a la dorada plétora de poetas de la dinastía Tang, el único en dirigir entonces sus pasos por entre la naturaleza escondida y arrebatarle imágenes y versos memorables, rubricados por la honda experiencia estética del vacío, pero es difícil encontrar expresiones tan exquisitas y de tanto calado como las que él delicadamente dejó caer. Quizá influyera en el moldeamiento de su refinada visión su condición de pintor, donde alcanzó fama de audaz inventor, llegando él mismo a lamentar no haberle dedicado toda su energía creadora. Aunque no se han conservado ninguno de sus alabados rollos pintados, nos podemos imaginar su estremecedora belleza a través de las imágenes que nos trasmiten sus versos, como en el poema titulado Coto de ciervos: "Montaña vacía: no se ve a nadie / sólo se oyen ecos de voces / la luz de la tarde penetra en el bosque / se ilumina otra vez el musgo verde".

Por un venturoso azar, han coincido recientemente sendas ediciones bilingües de la poesía de Wang Wei: las traducidas por Pilar González España, con el título de Poemas del río Wang (Trotta), y por Guillermo Dañino, con el de La montaña vacía (Hiperión), a través de las cuales mil dardos líricos nos atraviesan hoy el corazón, salvando, como si nada, distancias espacio-temporales siderales. Más: aunque se hayan perdido los testimonios pictóricos de Wang Wei, conocemos algo de lo que escribió sobre la pintura de paisaje, que se reproduce en el también reciente libro de Michel Baridon, Los jardines. Paisajistas, jardineros y poetas (Abada).

La clave de la poética artística de Wang Wei está contenida en la primera línea de su tratado pictórico: "En cualquiera que pinte un paisaje la resonancia interior precede al pincel". De esta manera, el dentro de adentrarse en la naturaleza desparrama el angosto yo por el horizonte y genera la suficiente distancia con el ansioso sí mismo como para que tenga cabida la experiencia absoluta del arte y así poder susurrar: "Soledad y silencio. Se adormece el mundo. / Mi corazón descansa con el inmenso río".

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