Ha muerto un juez
Creo que no se puede sintetizar de manera más precisa la condición humana, ciudadana y profesional de una persona como Julián Serrano Puértolas. Reunía todas las cualidades que el Lord Canciller Lyndhurst exigía para una persona que pretendiese impartir justicia. Era un caballero, tenía una estimable dosis de valor, cultura y, además, sabía derecho.
Siempre pensó que sus conocimientos carecían de sentido si no los ejercitaba en defensa de los derechos de sus conciudadanos y así lo hizo a lo largo de su dilatada trayectoria profesional, que comenzó en las épocas mas lejanas de la dictadura y prosiguió ininterrumpidamente hasta su jubilación en la democracia por la que tanto luchó.
No necesitó reciclarse ni cambiar de valores, siempre fue recto e intachable. Sabía, algunos hoy día no lo han querido asimilar, que el Poder Judicial no puede ser un instrumento dócil o simpático al poder y que el verdadero sentido de Estado de un juez demócrata es mantenerse equidistante y respetuoso con la voluntad popular, pero firme ante las desviaciones legales del Poder Ejecutivo.
Esta forma de sentir y estas profundas convicciones le hicieron poco idóneo para ser distinguido con cargos extrajudiciales. Es cierto que fue vocal del Consejo General del Poder Judicial, pero se lo debió íntegramente a otro hombre bueno y justo como Juan María Bandrés, que conoció a Julián a raíz de un episodio que en cierto modo marcó su trayectoria y le reafirmó en sus profundas convicciones.
Situémonos en el San Sebastián del año 1966. Un ciudadano español residente en Francia entra por la frontera portando con naturalidad unos libros que eran de común manejo y lectura en cualquier país democrático. Los funcionarios policiales, cumpliendo con las órdenes recibidas, decidieron que tamaña osadía era un acto subversivo que podía atentar contra la estabilidad del régimen y lo detuvieron cinco días en comisaría para trasladarlo después a la Prisión de Martutene, sin ponerlo a disposición judicial.
El delito de detención ilegal era evidente y Julián Serrano admitió una querella de varios abogados. El Gobierno ideó la estratagema de inventarse una detención gubernativa, falsificando burdamente el libro registro del Gobierno Civil. Se pudo comprobar que en la fecha en que el gobernador firmó la detención no estaba en San Sebastián, sino en Madrid. Además de la detención ilegal se había cometido una falsedad en documento oficial. Julián siguió adelante y elevó la causa al Supremo, con propuesta de procesamiento.
Franco nombró al afectado procurador en Cortes y este organismo denegó la petición para seguir con el procedimiento adelante. Julián pasó a ser el juez de San Sebastián que tuvo la valentía de aplicar la ley a un alto dignatario del régimen. Muchos no le conocíamos, pero supimos de su gesto.
Además Julián era un verdadero gentleman. Parecía un juez inglés paseando por la playa de Ondarreta, con el aire distinguido de un prócer. No necesitaba alzar la voz para transmitir su profundo sentido de la justicia. Su atractivo señorío fascinaba a las damas a las que siempre dedicaba palabras amables y gentiles. Creo que las enamoraba con su sonrisa, como enamoró a su compañera del alma Candi, que siempre irradiaba felicidad y orgullo por la firmeza de sus convicciones.
Julián Serrano me distinguió con su especial cariño y a menudo comentábamos la vida política y social de nuestro país. Querido Julián, muchas gracias por tu aliento. Sólo por pensar que tú podías leer mis sentencias y mis devaneos periodísticos, merecía la pena hacer un esfuerzo para no defraudarte. La democracia de este país te debe mucho.
Tus compañeros de Justicia Democrática estamos orgullosos de tu ejemplo y de la fortaleza que has conservado hasta el momento en que la vida ha decidido señalar tu última cita. Todos aquellos que con tus mismos ideales te han precedido en este tránsito te están esperando para integrarte en el grupo de los eternos y siempre alegres inconformistas. Estoy seguro de que vuestra asociación es la única que merece la pena compartir en el futuro.
José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo
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