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Columna
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Ciudad devastada

He visto varias ciudades destruidas o muy afectadas por los efectos de la guerra y la televisión nos surte diariamente de espectáculos urbanos de ruina y desolación. Es lo que fortalece la sensibilidad de los madrileños para subsistir en este lugar de semirruina, en un permanente penelopismo de tejer y deshacer, aunque ahora con caracteres de perdurabilidad más preocupantes. No creo que se deba, en grado alto, a la impericia de los gestores. El presupuesto astronómico debería dotarla de los mejores recursos humanos y materiales para un normal funcionamiento, y por falta de personal, de locales administrativos y de ingresos no queda.

Una ciudad es un ente vivo, cambiante y perecedero, reflexión ésta al alcance de todo el mundo; por tanto, expuesta a males, achaques y necesidades permanentes de renovación, algo que los munícipes aceptamos del mejor grado posible. Lo que quizás irrita al ciudadano es el nivel institucionalizado de la incompetencia para afrontar y resolver problemas que, en principio, parecen de sencilla solución. Que llueva torrencialmente o que una ola de frío inesperada reviente algunas cañerías entra en la mecánica de las cosas, incluso que se deterioren, por su propia condición de caducidad, los conductos subterráneos en las galerías de servicios. Es el reponer diario de cuanto el tiempo destruye.

Lo fastidioso es la persistencia en los fallos y defectos que se perpetúan durante inacabables cuatrienios. La llegada de nuevos problemas se recuesta en los antiguos no resueltos. Tenemos una circulación caótica y no insoluble. Envenenan la fluidez del tráfico rodado no sólo las multiplicadas obras callejeras, sino la impotencia para aplicar normas ya ideadas y reguladas. Vivo en una calle céntrica, muy ancha y de gran circulación, que se colapsa en determinadas horas. Está trazado el curso del carril-bus, ideado para aliviar el ritmo circulatorio, a disposición de los vehículos públicos que no se detienen sino los escasos segundos de la toma o bajada de viajeros o en las paradas discrecionales. Pues desde mi alta atalaya contemplo la constante vulneración de esta regla, cuando automóviles particulares, camiones o furgonetas lo invaden, rompiendo el ritmo del transporte colectivo y provocando esos irritantes periodos de espera de los autobuses que luego llegan a pares o a tríos. Siempre hay listillos que se cuelan impunemente. Y, además, tocan el claxon.

Ha anunciado el alcalde que va a poner unos cuantos espías urbanos para que detecten las irregularidades subsanables de la circulación. Creíamos que ése era cometido de los guardias, que nunca parecen suficientes, salvo ante periódicas celebraciones deportivas o concurrencia -incluso privada- de capitostes cuyos automóviles vulneran la ordenanza y los cucos chóferes se alejan discretamente del coche mal aparcado. En algunas -no formo en la nómina de esos espías- marquesinas, los paneles laterales publicitarios ocultan la llegada de los autobuses, que se echan encima y pueden seguir de largo si el conductor no percibe nítidamente la presencia de presuntos viajeros junto a la calzada. En la céntrica calle de Francisco de Rojas, junto a la de Sagasta, han sido colocados los contenedores permanentes de vidrio y productos desechables justo en lugar por donde llegan los vehículos. Hay sitio en el otro lado, lo advertí a un inspector de la EMT, y prometió cursar la observación, que encontró acertada. Ahí siguen.

Madrid, a primeros de diciembre, está despanzurrado y no se evalúan los perjuicios derivados de los largos embotellamientos. Hay quien llega tarde a la consulta con el médico, a la partida del tren, del autobús o del avión, aún habiendo salido con suficiente antelación. Un trayecto en taxi que cuesta cuatro euros se convierte en una carrera de diez, doce o más, sin posibilidad de rescate ni amortización del perjuicio derivado. Durante varios días ha llovido y la bendición de aclarar el ambiente se enturbia cuando pateamos entre el barro que producen las obras públicas y las privadas.

El ciudadano vive aperreado, especialmente a causa de esa nómina de incomodidades y fallos que no tienen causa mayor, sino prolongada desidia, incompetencia y ausencia de responsabilidad. Con esperanzada expectación recibimos los madrileños a los nuevos alcaldes para comprobar que la mayoría de los problemas que reciben los van a entregar, en las mismas condiciones, a su sucesor. Parece que, por ahora, de lo que estamos libres es de una plaga de langosta.

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