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El 'Tristán e Isolda' de Pasqual y Bertini triunfa en Nápoles

Enric González

El teatro de San Carlo abrió el sábado su temporada operística con un éxito extraordinario. La representación de Tristán e Isolda, dirigida por Gary Bertini y con escena de Lluís Pasqual, parecía un primer plato demasiado contundente para un público tradicionalmente verdiano y temeroso de enfrentarse a casi cinco horas de Richard Wagner. La obra resultó, sin embargo, exquisita y hasta ligera, si se puede utilizar ese adjetivo para calificar una partitura que requiere pulmones, potencia y tremendismo germánico.

Dos buenas ideas

Largos minutos de aplausos premiaron, ya bien pasada la medianoche, los esfuerzos del nuevo equipo del San Carlo, el teatro de ópera más viejo del mundo. Debutaban en la plaza Gary Bertini, de origen ruso, nuevo director musical del San Carlo, y el español Lluís Pasqual. Ambos tuvieron una buena idea. La de Bertini consistió en recuperar la armonía original de Tristán e Isolda, que en los últimos años había sido objeto de experimentos más o menos relacionados con la música contemporánea. Pasqual, por su parte, prescindió de las abstracciones grises y desoladoras que venían dominando los escenarios wagnerianos y creó un espacio sencillo, dominado siempre por un mar nocturno (Wagner es Wagner) e invernal.

Pasqual recibió la oferta del San Carlo cuando tenía ya en cartera el encargo de un Don Giovanni, de Mozart, a estrenar en el teatro Real de Madrid en otoño de 2005. El Don Giovanni había de ser el broche de oro de su carrera como escenógrafo lírico. "Después de eso, no se puede hacer nada más", explicaba. Admitía, sin embargo, que le habría encantado llevar a escena la historia del héroe anglosajón Tristán y la princesa irlandesa Isolda antes de rematar su calendario profesional. Y entonces le telefonearon con la propuesta napolitana.

El director teatral catalán envolvió en épocas distintas cada uno de los tres actos de la ópera. El primero, la fatídica travesía en barco desde Irlanda hasta Cornualles, en la que Tristán e Isolda deciden envenenarse en nombre del honor y, por arte de una sirvienta, beben en lugar de ponzoña un filtro de amor, se desarrollaba en un ambiente medieval. El segundo acto, en que los amantes sufren traiciones y la ira del rey Marke, ocurría en un jardín marítimo decimonónico. El tercero, con Tristán ya herido de muerte, estaba situado en un hospital contemporáneo, siempre junto al mismo mar ominoso. Unos pocos elementos móviles bastaban, en los tres casos, para hacer convincente la escena.

Los intérpretes eran wagnerianos curtidos en el santuario de Bayreuth. Thomas Moser (Tristán), Jeanne-Michele Charbonnet (Isolda) y Jan-Hendrik Rootering (Marke) no se limitaron a la épica exhibición pulmonar exigida por las obras de Wagner y alcanzaron dulzura lírica y tensión sentimental, los elementos que distinguen Tristán e Isolda del resto de la producción wagneriana, más mítica y menos humana.

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