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Columna
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El éxito en literatura

Hace un par de décadas, cuando la literatura se convirtió en un ruidoso y floreciente mercado editorial, todos los que escribían (incluso los que entonces sólo empezábamos a escribir) saludamos el fenómeno con algo parecido a una luminosa esperanza. Parecía que se acababan aquellos tiempos en que el escritor era el perro verde de la escalera, o un patoso inadaptado, o un individuo tan inútil como insolvente, tan extraño como de poco fiar.

Esas expectativas se vieron confirmadas, al margen de que a cada escritor personalmente las cosas le fueran mejor o peor en el nuevo contexto. Lo cierto es que los anticipos por derechos de autor alcanzaban cifras respetables, los autores contemporáneos entraban en las listas de libros más vendidos y hubo incluso una novedad de la que prácticamente todos nos beneficiamos: que de ser el perro verde de la escalera, uno pasaba a ser el intelectual del edificio, alguien con mayor o menor éxito real pero en todo caso socialmente aceptado. El escritor supo apreciar esas ventajas. Por señalar uno de tantos efectos de la nueva situación: el régimen autonómico creó una estructura de diecisiete subsistemas culturales que facilitaba la publicación a los autores, algo que, en sí mismo, era un logro heroico en otras épocas.

Pero la existencia de un verdadero mercado supuso también la aparición de otras tensiones. Ahora es habitual escuchar declaraciones lastimeras de escritores bien considerados por la crítica y adornados por toda clase de premios quejándose de que son poco leídos y depositando sobre el público lector toda clase de adjetivos injuriosos. Claro que el efecto contrario también se produce: autores que cuentan con un público amplio, autores que funden sus ediciones y no salen de las listas de superventas, se quejan de la crítica, de los jurados de premios, aduciendo que se trata de una pandilla de resentidos que jamás apreciarán en lo debido los verdaderos méritos que les adornan. Huelga decir que tanto unos como otros funcionan en virtud de deseos inconfesables y que la sabiduría popular (todo el mundo desea aquello que no tiene) daría buena cuenta de ellos.

Habría que pedir a todos que al menos vieran de forma positiva un contexto social que, en términos generales, resulta más favorable al escritor que cualquier otro en la historia. La mayoría consigue publicar, por más que las editoriales también se clasifiquen en jerarquías; unos lucen ufanos sus premios de prestigio; y otros acceden a los favores del mercado y del público lector. Lo peor es que basta que un escritor tenga éxito en alguno de esos territorios para que, irremediablemente, se sienta necesitado de reconocimiento en los demás y comience a formular su letanía de lamentos por escrito.

Ahora que contamos con un verdadero mercado literario, hay que recordar que los mercados se mueven en virtud de manos ciegas y otorgan sus dones de forma aleatoria, al margen de los íntimos deseos de sus beneficiarios. Los autores de prestigio bien harían en resignarse si las veleidades del mercado no les hacen millonarios en un día, y los que venden muchos libros convendría que dejasen de añorar públicamente un sillón en la Real Academia o un elegante premio de la crítica.

La tensión en que hoy se vive es la habitual en cualquier auténtico mercado: salvo en excepciones muy concretas, el éxito de público y el éxito de crítica rara vez van unidos. Es la dialéctica entre el escritor superventas y el escritor silente y recogido; entre el creador de aventuras y el detallista de la prosa; entre el constructor de grandes exteriores épicos y el relator de interiores humanos.

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Quédese el que los tenga con los halagos de la crítica (alguna carta más podrá jugar a largo plazo) y el que vende mucho disfrute sus derechos de autor (lo cual no es una filfa, demonio, según están las cosas). Lo que no tiene sentido es percibir la existencia de los demás como un agravio personal. Como en el poema calderoniano, siempre hay sabios que tomarían bien a gusto las hierbas que otro sabio arrojó.

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