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Columna
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Las muñecas tienen quien les cante

En alguna ocasión he escrito que la televisión me gusta y que no soy de los que le piden más trascendencia de la que puede ofrecer. El otro día, en una picada entrevista a Ferran Monegal en su TeleMonegal, reivindicaba el derecho a la frivolidad, de la misma forma que me resulta necesaria la trascendencia. Si esa dimensión complementaria hace la vida más llevadera, ¿cómo no formará parte de la vida ficticia, del juego virtual que la televisión representa? Instruir, pero hasta donde le permite el formato. Divertir, todo lo que pueda. Transgredir, siempre que los horarios hayan entrado en la noche de los justos. Soy, en este sentido, una convencida liberal del margen televisivo, quizá porque estoy convencida de que la televisión llega muy lejos en la distancia, pero poco en la profundidad, lenguaje de símbolos más que de palabras, esteriotipo mucho más que concepto. Dicho lo cual, no practico tal liberalismo con algunas cuestiones de fondo, entre ellas el tema de la infancia y el uso, a mi parecer pornográfico, de la tragedia como espectáculo. Considero mucho más indecente la exhibición del dolor de una madre por una hija asesinada, que algún culito o alguna pierna al aire. Y, desde luego, siempre he creído que el rigor en los informativos, para bien de la verdad o alegría de la mentira, es el termómetro real de la salud de un canal televisivo.

Decía que no soy liberal en el tema de la infancia. Pero no me refiero exclusivamente al tema de la protección de la franja horaria, cuestión que no sólo no discuto, sino que aplaudo. Me refiero al diabólico juego de meter a los niños en la paranoia del éxito, la competencia y la fama. Desde los tiempos del blanco y negro, siempre consideré que el uso y abuso de los niños en los concursos de cante y baile eran una mercantilización pública, bochornosa e inmoral de la infancia. Convertidos en mercancía del éxito, para regocijo de nuestras almas de voyeurs, los niños se exhiben al completo, tan deliciosamente frágiles en su imitación de los adultos, que son una mercancía perfecta para el share. Los metemos en la vorágine del éxito fácil, los iluminamos con la falsa rutilancia de los focos, les enseñamos cómo hincar el diente a la competitividad y, después, después todo es muy sencillo: Los echamos al cubo de la basura si fracasan, y los convertimos en ídolos de papel durante un tiempo, si han conseguido el éxito. Duran lo que dura la mercancía que representan. Si para cualquier cantante consolidado, un año de sobrecarga de éxito siempre es difícil de digerir, ¿qué debe significar para una niña de nueve años? La corte de pelotas que la rodean y la convierten en una especie de princesa de hadas. La no menos corte de negociantes que la venden al mejor postor. La corte familiar, muy a menudo cómplice, por activa o por pasiva, del negocio subsiguiente. La fama, tan mentirosa, tan falsa, tan distorsionadora, es un sapo enorme que difícilmente puede digerir un estómago de nueve años, y más cuando miles le piden autógrafos, miles la aplauden, miles la soban y hasta algún alcalde precipitado, populista y demagogo la convierte en hija predilecta y le da su nombre a un parque.

Decía Jaume Funes, el adjunto al síndic de Greuges, en un artículo y también en Els Matins a TV-3, de Josep Cuní: "Por encima del negocio discográfico debería estar una mínima consideración del interés del menor, antes de colocarlo en determinadas vorágines de audiencia y consumo". No todo vale en la mercantilización de las habilidades de un niño. Sin embargo, ahí están los eurojuniors, para alegría de TVE, la televisión pública, la buena, la de todos, la que no hace telebasura, la que se mueve dentro de los estrechos márgenes de la ética. Personalmente, considero que muy a menudo el debate sobre la televisión es falaz, ruidoso en lo fácil y, sin embargo, inexistente en algunos fondos... ¿De verdad de la buena, podemos considerar este tipo de espectáculos como un ejemplo de televisión ética? ¿El sobreabuso que la infancia padece en manos de la maquinaria mercantil -en estos concursos, los niños son exclusivamente eso, mercancía televisiva y discográfica-, tiene algo que ver con una concepción seria de lo público? ¿Quién controlará el proceso de famoseo enloquecido que padece la niña antes muerta que sencilla, elevada a la categoría de ídolo por encima de su categoría de niña? No se trata de los riesgos de convertirla en una niña repelente, prepotente y soberbia. Puede que sea peor y que, sencillamente, acabe siendo una muñeca rota. Como tantos niños sometidos a la diabólica maquinaria del dinero, la fama y el éxito. Como los macaulays de esos mundos del flash y la rutilancia. Como los joselitos y las marisoles de nuestra memoria negra.

Son tiempos de hablar a bocajarro de la televisión. No comparto muchos de los criterios al uso sobre la cuestión, pero comparto algunas de las preocupaciones, entre ellas las de proteger a la infancia. Precisamente por ello, no puedo entender cómo celebramos, aplaudimos o sencillamente nos paseamos ante el fenómeno de la niña maquillada, comercializada, elevada a la categoría infalible de mercancía exitosa, sin que se rompa algún hilo de la conciencia. Este viejísimo fenómeno -prototípico en la televisión del franquismo- ahora reinventado no está pensado para la infancia, pero usa a la infancia. Los modelos que proyecta son letales para esa misma infancia, y los niños que usa, desde mi perspectiva, son eso: Niños usados, abusados... ¿Ningún debate? ¿Ningún desgarro de vestiduras? ¿Ninguna indignación progre? ¿Nada? Entonces, díganme, ¿cuál es el problema de la televisión, si éste no es el problema? ¿El culo de Boris? A veces, todos nosotros, gente leída, comprometida y etcétera, podemos llegar a ser muy pero que muy hipócritas.

Pilar Rahola es escritora y periodista. www.pilarrahola.com

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