Infaltables que faltan
Para Claus Peyman, hoy director del Berliner Ensemble como lo fuera del Burgtheater de Viena, Elfriede Jelinek es "la Casandra de la literatura y el teatro contemporáneo en alemán", pero pese a sus más de veinte obras, de Nora a La central pasando por En los Alpes o Pieza de deporte, la flamante premio Nobel es una dramaturga absolutamente desconocida en nuestro país, hecho que no debería sorprendernos: sin salir de su territorio lingüístico, nos faltan demasiados cromos para completar los álbumes de Thomas Bernhardt, de Handke o de Botho Strauss, indudables hermanos mayores o compañeros de viaje de Jelinek. Remontando ese río llegamos hasta su abuelo espiritual, Odon von Horvath, el último austrohúngaro, el rey de la cerveza amarga, un clásico absoluto del teatro europeo, especialista en "pequeñas danzas de muerte sobre la infinitud de la estupidez" del que tan sólo conocemos dos comedias, Cuentos de los bosques de Viena (la última aparición de Bódalo, por cierto, en el Español, en 1984) y, diez años después, Kasimir y Karoline, una magistral puesta en escena de Calixto Bieito, en la sala Beckett: dos piezas mayores, desde luego, pero ¿por qué a nadie se le ha ocurrido montar El Belvedere, Don Juan vuelve de la guerra, El día del juicio o El divorcio de Fígaro o la espléndida Fe, esperanza y caridad?
Hubo una época, de los sesenta a los ochenta, en que el teatro europeo se representaba con buena frecuencia (una frecuencia, digamos, modulada) en los escenarios españoles. Se estrenaba a Mrozek, a Dürrenmatt, a Anouilh o a Handke. Las obras de Pinter, por ejemplo, llegaban a nuestros teatros a poco de estrenarse en Londres, y no eran precisamente fáciles. En los primeros setenta recuerdo que los periódicos hablaban del "boom Max Frisch": Marsillach montó Biografía, Ricardo Lucia dirigió Andorra, Tamayo La muralla china, Catena Don Juan o el amor a la geometría, y quizá me deje alguna. De repente, se cortaba el chorro. ¿Por qué? Nunca lo he sabido, ni nadie ha conseguido explicármelo. José Luis Gómez arrasó con Gaspar y El pupilo quiere ser tutor, pero a Joan Anguera y la Gàbia de Vic les costó Dios y ayuda montar La cabalgada sobre el lago de Constanza: por lo visto, Handke ya no "estaba de moda". Tres cuartas de lo mismo con clásicos "comerciales". Alan Ayckbourn cosechaba éxitos en el Reina Victoria o el Arlequín, pero desapareció repentinamente de las carteleras en 1972 después de ¡Qué absurda es la gente absurda! (Absurd Person Singular, una de sus muchas obras maestras) como si hubiera dejado de escribir, cuando sigue estrenando en Inglaterra a razón de una comedia por año, con un altísimo nivel de calidad. En el apartado británico las ausencias son clamorosas. Apenas conocemos, para hablar sólo de clásicos contemporáneos, el teatro de Osborne o Bennett. O el enorme Tom Stoppard, que sigue activísimo: en los últimos años ha escrito joyas del calibre de Arcadia o la trilogía The Coast of Utopia, que no parecen haber tentado a ningún programador local. "Mi" gran ausente es, sin embargo, Harley Granville-Barker, el más chejoviano de los dramaturgos ingleses, otro clásico absoluto: su obra maestra, The Voysey Inheritance (1905), era un material perfecto para José Luis Alonso en el María Guerrero. Ya puestos, tampoco entiendo que nadie haya decidido traducir sus extraordinarios Prefaces to Shakespeare, cuanto menos para devolverle la insólita gentileza de que vertiera al inglés las mejores comedias de los Quintero, gracias a lo cual, por cierto, Doña Clarines obtuvo un buen éxito en Broadway.
¿Más infaltables? El dramaturgo italiano más importante, a mi juicio, después de Goldoni y Pirandello: Eduardo de Filippo. De acuerdo: Saza y Concha Velasco se tiraron tres temporadas en cartel con Filomena Marturano, que ya le había valido un gran triunfo a Pepita Serrador en 1951, y el público catalán ha aplaudido a rabiar La grande magia (Bonnin, 1988), L'arte della commedia (Mesalles, 1992) y Sabato, domenica e lunedi (Belbel, 2003), pero nos siguen faltando muchos títulos mayores, comenzando por Questi fantasmi, que no se ve en España desde que la montó Fernán-Gómez en 1959, en traducción de Armiñán (Con derecho a fantasma, en el Infanta Isabel), y siguiendo con Natale in casa Cupiello (o Mia famiglia, a elegir) y L'abito nuovo, y Le voci di dentro y Le bugie con le gambe lunghe. Y, desde luego, Napoli milionaria, que Fernando Díaz Plaja tradujo en 1963 y, que yo sepa, nunca subió a escena. Otro gigantesco humanista a recuperar sería Marcel Pagnol: llegamos tarde para que Pau Garsaball o Bódalo interpretasen a César, pero ahí está José María Pou, y ahí siguen Topaze o La femme du boulanger en su versión escénica a partir de la novela de Giono. O Sacha Guitry, ese gran desconocido: hace años que no releo Faisons un rêve, que Closas estrenó en el Moratín, y que siempre me imaginé en manos de Flotats, como Present Laughter, de Coward, y...
Dejémoslo aquí: la lista sería interminable.
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