Una literatura beligerante
Decía Lou Andres Salomé que el rasgo más llamativo de la cultura vienesa era la imbricación de la vida erótica y la vida intelectual, y esa percepción no sólo nos habla del enraizamiento de las formas del espíritu en un oscuro fondo instintivo. También, a la inversa, la acuidad crítica aplicada a la vida afectiva permite ver que en ésta operan moldes fijados y aprendidos por mimetismo. Por eso Ingeborg Bachmann escribe que "contraer matrimonio significa aceptar la forma". Si Karl Kraus muestra que a menudo el lenguaje es más una máscara que un vínculo, Bachmann reitera que "en sus relaciones los seres humanos no hablan nunca el mismo lenguaje". Y tanto ella como Jelinek evidencian que esto puede matar. La máscara puede tomar los rasgos del fascismo.
La obra de Jelinek se despliega en forma de variaciones en torno a esa guerra que deriva de las relaciones de poder y de trabajo. Una guerra en la que Jelinek aplica el arma de la citación según enseñó Kraus. Usando el lenguaje contra lo que en él sella el "destino de la mujer", Jelinek parodia pensamientos como el de Freud sobre la envidia del pene o el de Weininger de que la mujer surge del sexo del hombre. En tanto que Kraus exalta la sensualidad femenina como último vestigio del mito de la naturaleza, ella desactiva ese imaginario enmarcando, por ejemplo, en Deseo un acto sexual aparentemente indómito en un parque diseñado por funcionarios forestales. Asimismo, en Lo que ocurrió después de que Nora abandonara a su marido, una figura asimilable a la naturaleza salvaje por su huida del hogar -la Nora de Ibsen se superpone a la Lulú de Wedekind- acaba reintegrada al mismo después de pasar por la prostitución. Lo que queda del destino es la circularidad del retorno: lo que Robert Musil llama "terrible poder de la repetición". Y que tiene una clara manifestación -según Jelinek- en que se considere a la mujer "una constante invariable": "Ninguna es como la otra, pero al amante le da igual".
Esta acomodación a pautas consabidas es un ejemplo de cómo confluyen la vida íntima y los hábitos sociales. Y lo importante para Jelinek -de modo parecido a Musil- es "sólo el ejemplo". Su escritura es un martilleo de situaciones y tipos despersonalizados: la pianista de sexualidad ominosa, la joven con un barniz cultural aparente, el depredador de bosques y mujeres, la esposa castigada por salirse del carril... Mientras que en Musil la ausencia de atributos apunta a otro estado oscilante entre lo cotidiano y lo atemporal, en Jelinek es un mundo laminado sin aberturas a la utopía. La suspensión del tiempo sólo aparece como afán de mantener el capital que la belleza representa para la mujer.
Cuando Jelinek alude a Austria como "país de músicos" muestra una de esas imágenes cosméticas. Lo sublime del arte y la naturaleza es el decorado de un "pueblo deportivo" que jalea a campeones en la plaza de los Héroes como en 1938 jaleó a Hitler. Y la literatura es parte de esa "fiesta entre buitres y violines". Pero Austria es también el lugar en el que ha surgido la crítica más radical al vacío ornamentado. Un testimonio de esa compleja duplicidad lo ofrece Bachmann cuando se exilia a Roma en reacción a una gloria que asimila a los valores de la Bolsa. Por un lado, se aparta de una Viena "putrefacta" que cierra los ojos a un pasado culpable; por otro, se reclama de una "tradición muy europea" que tiene su epítome en el austriaco que habita en el desarraigo o la frontera. Análogamente, Jelinek reconoce el magisterio de Bachmann y recuerda las circunstancias de la misma ("una mujer antorcha"), y alerta contra las "trampas" de los comentarios biográficos que alimentan la mitología del autor.
Un año después recibe el Nobel. Pero no abandona su exilio interior. ¿Incongruencia? ¿O distancia crítica sin utopía? En la cultura del simulacro el lenguaje engendra inercias que lo vacían de sentido; sin embargo, no hay otro contexto que ése ni otro horizonte que la preservación del sentido. Y el sentido se da en los lazos de la vida existente; mas supeditarse a éstos lleva a una jerigonza que neutraliza toda crítica. Esta doble aporía sólo deja un estrecho margen como espacio para la beligerancia: el que media entre la pureza del aislamiento y la promiscuidad del carnaval.
Josep Casals es profesor de estética de la Universidad de Barcelona y autor del libro Afinidades vienesas, Premio Anagrama de Ensayo 2003.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.