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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Notas sobre 'Oncle Vania'

Marcos Ordóñez

No me ha convencido del todo Oncle Vania, un Chéjov muy poco representado en Cataluña (ignoro las razones) y que Joan Ollé ha montado en el Lliure con una gran acogida. Me suscitó demasiadas preguntas durante la representación y no después, que son las que prefiero: las primeras me sacan de la obra; las segundas me hacen volver a ella. No creo adecuada, en principio, la disposición escénica que le han pedido a Jon Berrondo: central, con el público a tres bandas. El teatro de Chéjov pide proximidad, de acuerdo, pero Ollé hace que los actores envíen una y otra vez el texto hacia el público, como si se tratara de monólogos interiores o narraciones épicas, casi brechtianas: resulta muy artificioso, rompe la claustrofobia esencial de la pieza y, sobre todo, el tono, ese continuo diálogo de sordos que buscan con avidez la mirada del otro, y que nunca habría de remansarse, como sucede aquí, con interlocutores imaginarios. Tampoco ha logrado Ollé desembarazarse de los eternos clichés: demasiada tristeza, demasiada apatía. No ha sido el único: pocos días antes del estreno, algunos periódicos volvían a hablar de Chéjov como "cronista del tedio" y resaltaban la "languidez" de sus personajes. Lo tedioso en Chéjov es el entorno, nunca sus habitantes: sus cabezas, sus anhelos, sus sistemas nerviosos van a cien por hora, mientras la realidad que les envuelve se mueve a paso de tortuga. Hay también clichés de caracterización, pies forzados, distorsiones que no acabo de comprender. Sonia, por ejemplo. Sonia, la sobrina de Vania, es María Molins, una actriz con talento y sensibilidad pero que todavía rezuma escuela, es decir, que aún no sabe retirar los andamios de la técnica. Durante casi toda la primera parte amplifica sentimientos porque el director se lo pide, convirtiendo a un personaje quintaesencialmente sensato en una adolescente histerizada por una pasión secreta. Cuando habla por primera vez del idealismo ecologista del doctor Astrov, Ollé hace que se suba a un taburete, degradando su pasión, como una niña recitando un poema ridículo. Poco más tarde, mientras Astrov le revela su desamor, ella camina hacia atrás tan sólo para ilustrar un efecto estetizante: colocarse bajo la lluvia que cae de los telares (y hay más ejemplos). Mónica López (Ielena) tiene siempre una gran pureza expositiva (voz, mirada), pero también aparece encerrada en otro cliché, la Porcelana Enigmática que emblematiza el "Gran Misterio Femenino", una estatua que no se quiebra hasta el final del segundo acto, cuando está a punto de tocar, conmovedora, el pianito de juguete. Más clichés: Serebriakov (Enric Arredondo, un veterano de oro), condenado a ejercer continuadamente de malo de la función; Teleguin (J. M. Domènech) y el aya Marina (Àngels Poch) dibujados como figuritas de pesebre; y Maria (Georgina Cardona), la madre de Vania, directamente transformada en un viejo loro, una marioneta grotesca que habla todo el rato en ruso (o en camelo, no sé) y a la que ni siquiera se le permite mostrar la cara, cubierta por un velo negro. Lo sorprendente es que todo esto parece seguir un patrón aleatorio, por no decir caprichoso. Xicu Masó, por ejemplo, es un Vania ejemplar, complejo, cambiante y verídico, una de cuyas escenas cumbre es una borrachera nocturna en la que no se pasa ni un pelo; poco más tarde, Ollé condena a Andreu Benito (Astrov), otro actor estupendo, a componer una borrachera que se diría deliberadamente externa, gangoseando con un lápiz en la boca, como en aquellas películas del "cine materialista" que siempre mostraban la cámara para que a nadie le cupiera duda de que estaban ante un "mecanismo ficcional". Todo esto da que pensar y, por tanto, despista: uno no sabe si es pánico al naturalismo, voluntad de atajar por los caminos más fáciles o pura y simple necesidad de echar la firma. Sin embargo, todos estos chirridos (o lo que yo percibo como chirridos) desaparecen al embocar la segunda parte. El cuarteto protagonista, electrificado por el estallido casi conjunto de sus pasiones, está soberbio, quizá porque han de ir directos a sus objetivos y porque Ollé ha tensado y limpiado al máximo las líneas. Andreu Benito, hasta entonces un Astrov fatigado y opaco que, digámoslo claro, difícilmente podría enamorar a nadie, refulge al mostrarle a Ielena el mapa de su paraíso perdido, los bosques devastados de la antigua región, y vibra y nosotros con él al desenmascararla, y cuando la toma en sus brazos exhala un aire de virilidad imperiosa y ruda, a lo Maupassant. María Molins ya no es una Sonia bitonga sino una muchacha desesperada que ve escapar su último tren; Mónica López hace que Ielena exhale con aterradora claridad, como Chloe Sevigny en Melinda y Melinda, un perfume fatal de flor venenosa, mareante hasta para ella misma, y Xicu Masó sigue conduciendo a Vania hacia su propio abismo sin vacilaciones, con nuevos estallidos de color en su paleta: rojo furioso, amarillo patético. Me sigue faltando complejidad en Serebriakov, y humanidad fluyente en los secundarios, y me doy cuenta de que ésa es la palabra perversa: en Chéjov no hay secundarios, ni buenos o malos, vencedores o vencidos. Su grandeza estriba en que no juzga a ninguno sino que presenta o sugiere, con mayor o menor acidez en el trazo, las razones de todos ellos. No hay "misterios del alma eslava". Ni especiales "enigmas psicológicos", como dice Julie Sermon en el programa de mano. No, no creo. Hay estados de ánimo mudables de hora en hora, contradicciones ambulantes entre lo que se siente y lo que se dice, entre lo que se dice y lo que se hace: lo que nos pasa a todos. Y hay, en el Lliure, una función que acaba arrebatando y convenciendo pese a todas las distorsiones, y una notable traducción de Feliu Formosa y Nina Avrova y, que no se me olvide, un lujo absoluto: el enorme Toti Soler tocando, en directo, una partitura salvajemente melancólica.

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