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Columna
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Hecho un 'christo'

Vicente Molina Foix

Vivo desde hace cuatro semanas en el interior de una horrorosa obra de arte, y se sufre. ¿Han sido ustedes alguna vez, como yo lo estoy siendo, contenido? ¿Materia plástica? En la explicación de tan singular experiencia, para la que nadie me había preparado ni física ni psíquicamente, he de remontarme al tiempo de Christo, de Christo Javachek, aquel famoso artista de origen búlgaro que se dedicaba en los años setenta y ochenta a envolver edificios señeros y grandes hitos naturales con unas capas de plexiglass (recuerdo en este momento, entre otras propuestas que no realizó, sus "empaquetamientos" del Reichstag de Berlín, del Pont Neuf parisiense y de unas islas de coral en el Pacífico). Hoy la cosa se llamaría deconstrucción, pero entonces no pasaba de ser un embalaje monumental que, en su llamativo ocultamiento, debía recalcar la esencia primordial del lugar envuelto.

Pues bien. Ahora que este artista que se situaba entre el arte conceptual y el paquete exprés lleva unos años de capa caída, Madrid se ha puesto a la vanguardia de un nuevo estilo de envoltura arquitectónica, muy perceptible sobre todo en las plazas y avenidas céntricas. ¿A que ya empiezan a sospechar de qué estoy hablando? Desde el volante de sus automóviles o como simples peatones han tenido que ver los gigantescos cartelones de publicidad que cubren las fachadas de los edificios de la ciudad, sobre todo de los rascacielos en chaflán. Por este medio escrito les informo, y tómenlo si quieren como un aviso de socorro, de que al otro lado del cubrimiento plástico hay seres humanos, personas molientes como yo y mis vecinos, a quienes la espesa malla del anuncio (una cerveza, un nuevo teléfono móvil, la película de las navidades) impide ver no ya el bosque urbano, sino el pequeño trozo de cielo que a todos nos corresponde en esta vida.

En las largas horas de oscuridad diurna e iluminación nocturna (pues, para hacerlo más rentable, al anuncio le ponen potentísimas lámparas halógenas a la caída de la tarde), una bombilla se ha encendido en mi cabeza, revelándome el significado de dos palabras asociadas al suceso: "forrar" y "encubrir". Cuando algunos vecinos de la vivienda acudimos con queja al presidente de la comunidad, responsable y adalid de la contrata del anuncio (y de la anterior, violenta, y no menos molesta colocación de los andamios donde se sujeta el enorme panel publicitario), este señor, hablando en nombre de un pequeño grupo de propietarios que habían aceptado su propuesta en una reunión subrepticiamente convocada y acabada en una votación con un ínfimo quórum, nos dijo que todo era para "el bien común". La comunidad (¿no te quedarías corto en tus fantasías góticas, querido Álex de la Iglesia?) aprovechaba la elevada cantidad de dinero que las empresas pagan por colgar estos anuncios para sanear sus finanzas, y junto al forro publicitario y el forre comunitario, habría un supuesto lavado de la piel del edificio, que ya lo tuvo hace poco tiempo y luce aún flamante, con menos arrugas y grietas que el sufrido vecindario. El caso es forrarse.

La segunda palabra: encubrir. Esta creciente actividad mercantil que, como en mi propio edificio, cuenta con el apoyo de algunos ciudadanos, me parece un síntoma del nivel de degradación moral al que, a menudo de forma inconsciente (y tal vez involuntaria), se está llegando y, peor aún, se aspira en nuestra dinámica sociedad del consumo global, donde lo que no está en oferta está esponsorizado. Tómbola, por ejemplo, ha dejado de existir, pero proliferan los programas televisivos repletos de candidatos dispuestos a vender su alma y (caso de tenerlo, agraciado por la naturaleza o por la silicona) su cuerpo.

Y si los futbolistas, héroes mitológicos por excelencia, salen al campo de juego anunciando productos, si a los pequeños se les engatusa con el prestigio de unas marcas grabadas en sus ropas, convirtiéndoles en niños-sándwich de las grandes firmas, ¿por qué no alquilar también la casa donde vivimos, con nosotros dentro como sombras cautivas?

Tal vez ésa sea la última y más refinadamente perversa espiral de la sociedad del espectáculo: viviendas convertidas en un show, inquilinos en plan de actores mudos de una llamativa procesión que va por fuera.

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