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FUERA DE CASA
Columna
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Auténticas imitaciones

Cuando yo era pequeño había que imitar a Cristo. O, por lo menos, a algún santo. Como lo primero era francamente inimitable, nos conformábamos con buscar alguna vida de algún santo, aunque fuera uno pequeño. Tampoco era fácil. Es más, eran trágicas, llenas de torturas y con finales dolorosos, dramáticos y crueles. Pronto nos dimos cuenta de que aquellos caminos de imitación no eran nuestros caminos. Cambiamos el santoral por Guillermo y su pandilla, por Tin Tin y su excéntrico grupo o por Zipi y Zape. Aquéllas sí eran vidas más o menos cercanas, reconocibles, apetecibles y en colorines. Gracias a la dificultad de los severos modelos de imitación cristiana, terminamos en el laicismo. El paganismo de nuestras lecturas infantiles, la fuga del santoral y sus vidas ejemplares nos hicieron menos santos; más frívolos, sí, pero más divertidos, menos apesadumbrados. Y así seguimos. Tenía razón quien dijo que era más fácil cambiar de religión que de gustos culinarios. Seguimos cerca de nuestros gustos culinarios de adolescentes, también de muchas de las lecturas que nos permiten recuperar la infancia. Uno, a pesar de las canas, de los kilos, sigue siendo fiel a aquellos héroes tan poco santos. Somos el adolescente que fuimos. Todo eso pensaba al lado de un joven filósofo, de un adolescente casi cuarentón como es Javier Gomá, ganador del Premio Nacional de Ensayo -y sin polémicas- con su libro sobre la importancia histórica de la imitación. Su ensayo se llama Imitación y experiencia. Es un sabio joven, cercano, curioso, con flequillo rebelde y trajes clásicos. Ahora es el director general de la Fundación Juan March, pero no ha dejado de ser el adolescente que se preocupó por profundizar en la importancia de la imitación. Un chico raro que mientras su pandilla leía a Corto Maltés o se ponían cachondos con el cuerpo de Valentina, él se empeñaba en saber más de Heidegger o de Ortega. Hay gente pa tó. Y sin embargo, ahora y de cerca, no se nota su insoportable pesadez del ser adolescente. Casi es normal. Se interesa por cotilleos culturales. Le gusta el cine de Huston, ve los programas de Garci, sigue a los poetas aunque sean de la experiencia, colabora en la prensa y organiza exposiciones de Ingres a Toulouse Lautrec, de Gordillo y otros chicos del pop o de los fotógrafos contemporáneos. Casi parece tan normal como Fernando Savater. ¿Eso quiere decir que tampoco somos lo que hemos leído? ¿Que es lo mismo ser tintinólogo que orteguiano? Creo que debo intentar leer La crítica de la razón práctica o, mejor, la Poética de Aristóteles, debo empezar por lo fácil. No quiero que lleguen las imitaciones y me pillen disfrutando con Julio Verne.

Para surtirme de los mejores imitadores del pensamiento he vuelto a la librería Rafael Alberti, me imito a mí mismo. Vuelvo a los lugares del crimen de los tiempos de la universidad. Y siguen auténticos como una buena imitación. A la librería Rafael Alberti le han concedido el premio a la librería cultural del año. Lo merece, sigue imitándose a sí misma desde hace casi treinta años, continúa siendo un lugar de diálogo y encuentros, de lecturas y lectores, de niños que son hijos o nietos de aquellos laicos que leyeron las aventuras de Guillermo. Un buen premio que, pongamos que hablo de Madrid, también podría haber recaído en Visor, Méndez, Fuentetaja o Machado, por citar algunas de las que siguen imitando lo mejor de sí mismas. Yo, por afinidades amistosas y otras blanquirrojerías, sigo siendo más de Visor, por Chus, pero de vez en cuando le pongo los cuernos con otros/as. Una cierta infidelidad tampoco viene mal, es lo que tiene haber sido lector de Madame Bovary.

Fielmente acudí a la cita del Premio Loewe de poesía. Desde que no está Octavio Paz ya no está tan claro quién será el ganador. La verdad, no conseguimos saber con anticipación quién sería el ganador del elegante y bien dotado premio. Lo normal en los premios literarios, sean de Herralde o de Lara -por citar dos tan diferentes, tan importantes por distintas razones- es que con días, con semanas de anticipación ya se hayan filtrado. No pasó así. Todo era raro. El ganador nos hizo un lío. Se llama Antonio Gracia, se sorprendió haber ganado con el mismo libro que ya había ganado el Premio José Espronceda de Almendralejo. Pero nada dijo, quizá pensando que Almendralejo está muy lejos. Y no está donde tiene que estar. Eso lo saben Alberto Oliart, Rafael Chirbes o cualquiera. Gracia no se aclaró, soñó con que el premio ya era suyo y ante la posibilidad de los 16.500 euros de Loewe se puso su corbata y entró en el hotel Palace de ganador. Viento en popa a toda vela, renunció a los 6.000 euros del Premio Espronceda... Mal calculado. Se queda sin aquél y sin éste. Dice que se confundió de libro, que mandó a Loewe un original llamado Devastaciones, en vez de otro llamado Desolación. Pues nada, sin premio. Ahora sí que tiene razones para reivindicar el título de su inédito premiado, su desolación no es una quimera.

Está claro que con los jurados hay que seguir los consejos de Miguel Ángel Aguilar. Primero se pacta el ganador con cada aspirante a jurado, después se elige al imparcial jurado. No falla. Hay que ser justos. Como lo será el jurado del Premio Cervantes que finalmente se irá para el muchacho del Guinardó. Me alegro por la literatura, por la persona, por Teresa, por los bilingües, por las lagartijas, por los caídos, por los fantasmas del Roxi, por los embrujados de Shanghai, por el jurado, por todos mis compañeros y por mí el primero.

Javier Gomá.
Javier Gomá.

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