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Columna
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La Iglesia

Una vez discutí con Rouco Varela. Se quejaba monseñor del trato que le dispensaban algunos medios como la cadena SER donde, según aseguró, él no podía expresarse libremente. Le recordé que difícilmente ejercería ese derecho rechazando sistemáticamente todas las invitaciones que le habían cursado para entrevistarle. Respondió que él sólo aceptaría media hora de micrófono en solitario para emplearla como quisiera. A monseñor le sobrábamos los periodistas, o al menos los periodistas que puedan formularle preguntas incómodas. Lejos de protegerles, esa actitud imperante en la jerarquía eclesiástica les priva de una gimnasia intelectual imprescindible para no perder el sentido de la realidad. Refugiarse en los púlpitos resultará muy cómodo, pero cada vez son menos los fieles que se tragan las prédicas como un acto de fe. En las últimas semanas, la sociedad española ha asistido atónita a la campaña dirigida por la Conferencia Episcopal contra una supuesta legalización de la eutanasia que el Gobierno ni ha anunciado, ni está en fase de estudio, ni probablemente tenga intención de poner en marcha. A pesar de ello, miles de párrocos se han dirigido a sus feligreses con un discurso deliberadamente confuso en el que mezclaban la película Mar adentro, de Amenábar, con las pérfidas intenciones del Gobierno. Paralelamente, los obispos alientan recogidas de firmas y una gran manifestación contra la política social de Zapatero. Son, en principio, acciones de rechazo a la no obligatoriedad de la clase de religión, la agilización del divorcio y los matrimonios de homosexuales. Tres iniciativas que, paradójicamente, para nada afectan a quienes deseen cumplir a rajatabla su doctrina. La Conferencia Episcopal puede expresar libremente su opinión en lo que quiera, pero nunca pretender la imposición de sus dogmas a quienes no comparten la fe católica o la interpretación que de ella hace la actual jerarquía eclesiástica. En esta última actitud parece encontrarse una gran parte de los españoles a juzgar por las encuestas. Sólo así se explica que casi las tres cuartas partes de la población se declare católica siendo la Iglesia -según el CIS- la institución en la que menos confían los españoles después de la televisión.

Con la autoridad moral tan mermada, asumir el riesgo de fracasar en las movilizaciones parecería desproporcionado a no ser que el objetivo oculto sea prevenir otro mal mayor, el asunto del dinero. Su estrategia consistiría en hacer ruido practicando el victimismo con excusas menores para lograr que el Gobierno desestime la modificación del régimen actual de financiación de la Iglesia a fin de no tensar más la cuerda. En la actualidad, y desde 1988 en que Felipe González pactó con la Conferencia Episcopal la financiación mediante el IRPF, la Iglesia recibe del Estado unos 30 millones de euros al año, más de lo que sus fieles le asignan en la casilla del 0,5% de la declaración de la renta. Una sobrefinanciación que puede vulnerar el artículo 16 de la Constitución que señala expresamente a España como un Estado aconfesional. El compromiso que la Iglesia católica asumió en 1988 fue caminar hacia la autofinanciación como cualquier otra confesión religiosa en nuestro país. Carece de toda lógica que el dinero de los agnósticos, de los que profesan otra fe e, incluso, el de los católicos disconformes con la actual jerarquía eclesiástica contribuya a sostener algo en lo que no creen. En teoría, cualquier contribuyente podría recurrir ese sobresueldo que la Iglesia recibe del Estado ante el Tribunal Constitucional. Nadie probablemente lo hará porque, hasta los más descreídos, reconocen la labor social que las instituciones eclesiásticas realizan en España. Pero una cosa es la Iglesia en su conjunto, donde hay magníficos ejemplos de entrega y abnegación, y otra su anquilosada cúpula. Rouco Varela, en su homilía de la festividad de la Almudena, abroncaba a los cristianos "que prefieren adaptar las exigencias morales del evangelio a la mentalidad subjetiva y relativista de nuestro tiempo".

Atrincherado en el dogmatismo, monseñor olvida que la suya es también una adaptación subjetiva de las exigencias del evangelio aunque, en efecto, no desde la mentalidad de nuestro tiempo, sino del de la Edad Media. Por eso no confía en que los católicos financien su Iglesia. Por eso teme que le quiten la limosna del Estado.

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