El espectro
El espectro de Manuel Broseta se agrega a la procelosa burbuja que hincha el Consell para distraer el radical drama interno del PP, pero también para camuflar otras evidencias como las secuelas de la voraz deuda, cuyo inminente efecto perceptible para el ciudadano será su repercusión en las gasolineras, incluso otras que están al caer como las "extensas y letales" diligencias que el fiscal augura para el caso Fabra. Broseta regresa remasterizado, digitalizado y, con su biografía cerrada en falso por los pistoleros de ETA, santificado. Aunque vuelve con los destellos patrioteros de su célebre Paella dels Països Catalans debajo del maquillaje de la concordia con la que lo envolvieron sus asesinos en su execrable acción. El simbolista Francisco Camps desentierra un símbolo, si no inconciliable, de difícil deglución para la izquierda, si bien lo fue asimismo para una porción de la derecha que no se resignó a mirar hacia otro lado mientras él, desde la Secretaría de Estado para las Autonomías y bajo la batuta del oscuro Fernando Abril Martorell, aportaba leña fina, resuello y solvencia social a un grupúsculo delirante que desarrolló una eficaz estructura de agitación y propaganda coincidiendo con el período que el abogado ocupó el despacho del Paseo de la Castellana. Camps descarrila a Broseta de su ámbito de acción natural, que es la gestión de su memoria última como pedagogía antiterrorista, para situarlo en la primera línea de la refriega política con el PSPV. Para que haga con la paranoia de la lengua lo que hizo AVA con el trasvase y bajo su pancarta trate de aglutinar a las fuerzas vivas y amplifique el estrépito de esa ingerencia apócrifa y recurrente que ya no apasiona ni a Las Provincias, aunque divierte al resto de España más que entonces y armoniza a Camps con aquel Broseta no desfigurado aún por el altar.
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