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Las garras

"Los hombres prácticos, que se creen inmunes a toda influencia intelectual, son completamente esclavos de algún economista difunto", escribió Keynes. El otro poder que nos rige y dirige es el de los "filósofos políticos". Y poco más, según este gran autor.

Ese "poco más" se queda muy corto. Esclavos somos todos -los prácticos y los soñadores- del hambre, de la sed y del revolcón con "fembra placentera", en expresión del Arcipreste de Hita. Y si usted recurre a ejercicios -este u oeste- contra la lujuria (por ejemplo) se convertirá en esclavo de los tales mejunjes mentales, con el aditamento ocasional de que el remedio acaso resulte peor que la enfermedad. En fin, a todos nos gustaría saber a qué esclavitudes estamos sujetos; pero ellas son tantas y tan intrincado su cruzamiento, que ni Freud ni vainas. Oprimidos por garras inciertas.

Keynes fue grande en varias cosas, no sólo en economía. Seguro que sus ideas han influido en la circunstancia del mundo actual, como las circunstancias de su mundo influyeron en él. De ahí que nos resulte simpático su seguidor Galbraith, hombre refinado y orgulloso sin altivez, escéptico de buena cepa, capaz de hacer burla de su profesión y poner de vuelta y media a economistas cuyos nombres figuran en los manuales de historia de las ideas económicas. De los que obstaculizaron las ideas de Keynes, Galbraith hizo mofa amablemente despectiva. Luego dijo: "Los grandes economistas de aquella época leyeron y estudiaron a Keynes y decidieron unánimemente que estaba equivocado".

Carlyle no dijo que la economía era una "ciencia lúgubre" por creerla errónea, sino en vista de las sombrías recetas que preconizaba, simplemente, para que la humanidad siguiera subsistiendo aunque fuera en condiciones más infames que las entonces prevalentes. Hoy podemos llamarla lúgubre porque no da una en el clavo. Me pregunta un amigo que dónde pone un pequeño capital que tiene ahorrado. Qué diablos sé yo, le digo. Lee prensa económica, consulta a los expertos. Tendré alguna idea, insiste, y no sé qué le hacía suponer tal cosa. Mi única idea, le contesté, es que leas lo que leas y consultes lo que consultes, en el caso remoto de que te salga bien habrá sido de chiripa.

En efecto, he leído docenas de artículos sobre la situación económica y me he acordado docenas de veces de gente como Galbraith, quien es primero intelectual y luego economista y de ahí que pueda poner en solfa, legítimamente, a tantos santones de su propio gremio. Ejemplos clamorosos los tenemos a la vista. La lógica dice que una divisa debería ser reflejo del valor de la economía del país que representa. Como esto no es exactamente mesurable se permitiría una desviación moderada al alza o a la baja; teniéndose en cuenta, además, circunstancias excepcionales. Pero este principio, que parece tan sensato, ha sido y es vulnerado a diestro y siniestro. Churchill hundió la economía británica por empecinarse en mantener la libra tan robusta que el mundo no olvidara que se trataba de la divisa del imperio; sólo que el imperio ya era humo. Aquí, el ministro Solchaga pretendía poco menos que adquirir un avión por el precio de una peseta. Si no le paran los pies nos convierte el país en tierra de mendigos.

Pero la lógica económica no es el fuerte de la economía, de modo que premia y castiga arbitrariamente y muy a menudo sin que nadie sepa la razón. Observemos sin detenimiento (innecesario) las andanzas del euro. Presentado en sociedad con inquietud, dio bien los primeros pasos para luego empezar a hundirse frente al dólar. Lo hizo casi en picado. Proliferaron los diagnósticos y todos ellos fueron pronto desbordados por la realidad inversa. El euro adquirió tal fortaleza, que del pavoneo se pasó a la alarma. Sin embargo, poco después la UE empezó a tomarle gusto a la situación, porque las exportaciones resistieron y el petróleo nos salía menos caro. El euro siguió subiendo y el dólar hundiéndose en caída libre. Cuando esto escribo, hay analistas que sitúan al dólar en 1,40 e incluso más arriba. Mientras, algunos economistas laureados con el Nobel, sostienen la tesis de la paridad, la más ortodoxa, pues en efecto, ambas economías, la de Estados Unidos y la europea del euro, tienen un peso parecido. Pero qué inocencia. El valor de una divisa ¡lo fijan los bancos centrales! Ellos componen sus reservas con una cesta de divisas, y cuando les conviene (o así lo creen) favorecer a una, lo hacen. El euro está de moda, lo almacenan vendiendo dólares y así se hincha la moneda europea. No parece ser la opinión de Wall Street Journal: "Sencillamente, resulta imposible hacer una política exterior de entidad si el mundo empieza a perder confianza en tu moneda". Es la política monetaria de los gobiernos, no los bancos centrales, la responsable de tales anomalías.

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Vuelvo al principio. El mundo está regido por más cosas que las ideas de los filósofos sociales y de los economistas. Keynes acotó con excesiva cicatería el mundo y el submundo que hierven bajo el cráneo del ser humano. Pero sin duda, entre los factores que nos rigen, la economía ocupa un lugar en la cima; aunque al recibir el salario, nadie piensa en la justicia del mismo según la fórmula de Von Thünen, más emparentada con la mística que con el precio de las hortalizas. ¿No será -me pregunto- que la economía es demasiado importante para dejarla en manos de los economistas? ¿No estaremos en las garras de señores, filósofos frustrados, que con tal de destacarse han complicado en exceso los mecanismos de una asignatura que a la postre -por reduccionismo a la inversa- va de costes, precios y salarios? Afirma Mundell, Nobel de Economía, que la paridad euro-dólar sería un gran paso hacia una única moneda mundial. Con fundamento, pero un soñador. El mundo no lleva trazas de emprender el camino de la racionalidad. Puede que la naturaleza aborrezca el vacío, pero no está claro que haga las cosas por el camino más corto, si bien es cierto que éste es a menudo el más cruel.

Pero sin Smith, Marx, Keynes, no tendríamos aquí baile de lenguas. Keynes suscribiría estas palabras.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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